Érase aquella vez un niño a quien le producía un encanto particular el sonido de la guitarra rojiza que su padre solía ejecutar por las tardes, sentado en la galería de su casa de madera rojiza, en aquel pueblo de tierra rojiza donde crecían solamente vegetales prehistóricos, helechos en matas como cascadas y musgos rastreros y afelpados.
Y por aquellos años el niño sentía que podía escalar en las notas de cada rasguido doble, o saltar sobre los punteos que ese hombre de sombrero de paja, camisa gastada y pantalón de lona raído, pellizcaba o rasguñaba a puro oído y talento propio. Como él mismo aprendería, según le decía su viejo. La única música que conocía aparte de la que salía de ese mágico cuerpo, hueco y encordado, era la de los pájaros del entorno y el agua de la cascada, tan alta y empinada que quebraba el torrente líquido hasta hacerlo trueno y espuma en la laguna, allá abajo.
Un lugar perdido en el monte, desconocido, marginado de la historia; apenas habitado por esas dos almas que vivían del río, del aire y del sol. Respiraban el aliento del raudo caudal sin más necesidades que las de ser felices teniéndose el uno al otro. El niño leía el viento, el curso del sol y de la luna, el rostro de su padre y la laguna. Aquello era su escuela. También lo fue de su padre. Y el niño, que volaba con la suave aspereza de las cuerdas vibrantes, a veces como trinos, a veces como aleteos remontando al cielo, a veces como el aire susurrando en la selva, siempre supo que lo bello se elevaba, porque eso era lo que leía todas las tardes, cuando en la galería se abrían las alas de la música en las manos de su padre.
Una tarde, de esas como todas las demás, la guitarra no sonó, las manos renunciaron a la vida y el niño entendió que su padre debía perseguir esas notas que siempre se iban hacia el cielo, atravesando el aire remontando al viento como las hojas sueltas que se han muerto en invierno.
El hombre hoy entiende, que su soledad de rojos, verdes, cascada y rasguidos se funden en la música que escucha cuando va llegando a la ranchada y siente dentro suyo crecer su instinto frente a una guaina. Sabe, que no puede estar más tiempo en soledad. Lleva la guitarra rojiza a la ranchada rojiza de piso de tierra rojiza y rasga el silencio con sus manos sobre el encordado de ese cuerpo que acaricia como a una mujer, hasta hacerla suspirar.