Una leyenda suele tener origen en un hecho comprobable, así dicen los textos. Yo prefiero explicármelo de otra manera: alguien contó por primera vez esa historia, alguien que fue testigo de ese hecho y después le dio forma en la cabeza hasta que valiera la pena contarlo. No todo merece ser contado. La leyenda de la biblioteca enterrada en el aserradero tuvo una primera voz, un paciente cero que la esparció delante de otros y así tomó la forma eterna y magnética que tienen los relatos que bordean lo real, de un lado y del otro, los pies en el recuerdo y las manos escribiendo la historia en el aire. Esa voz fue la de mi abuela Ana.
En sus últimos años, cuando tenía los recuerdos entreverados, una intermitencia de gente muerta, otoños, vacaciones, fiestas, lo esplendoroso de su vida quizá, en su propio juicio –un juicio que se iba apagando como un fósforo de cera–, decía cosas absurdas que todos trataban de corregir, con ternura al principio, después con sorna y en el final, porque todo tiene un hartazgo de final, con indiferencia. “Hay que hacer una torta para el cumpleaños de Ricardo”. El abuelo murió, abuela. “Hace mucho que no viene Yolanda a cortarme las uñas”. Yolanda se volvió al Chaco hace un montón; ¿no te acordás? Cosas así. Pero a veces salía con algo en lo que todos poníamos un poco más de empeño en creer. “Nene, sacá unos dólares del rollito que tengo en el tarro y comprate una estufa”. Y los idiotas sonreían y después, cuando la llevaban a la pieza a dormir, todos buscando tarros por la casa: el del azúcar, el de los botones, el de las especias, el de la miseria humana. “Alto tarro”, dirían mis alumnos.
Un domingo al mediodía, sentada en la punta de la mesa, mirando fijo la puerta de su habitación como si la hubieran sacado de la jaula, un pájaro liberado en medio del incendio, dijo que había que desenterrar los libros del tío porque si no se iban a pudrir. Podría haber pasado desapercibido, pero lo que le dio esa dimensión de leyenda fue que, cuando le preguntamos qué estaba diciendo, no balbuceó ni se quedó perdida como otras veces, como volviendo en sí, descubriéndose desconectada del mundo, sino que nos explicó, bien claro, que el tío sabía que se lo iban a llevar, y como lo sabía juntó todos los libros y los enterró en algún lugar del aserradero. Que le había dicho a dónde, pero que se había olvidado. Y así empezó esto que vale la pena contar. La abuela, la que encendió sin querer la mecha, no volverá a tener presencia en la historia, se apagó el fósforo. Y ya que estamos con el fuego, creo que ella tuvo, consciente o no, el oficio de un piromaníaco, esos tipos de las películas que vacían dos o tres bidones de combustible en una casa y tiran el zippo prendido –como si fueran baratos– y se van sin más, dándole la espalda al infierno.
UNR Editora
Colección CONFINGERE
Sinopsis
“Tengo obsesiones de historiador. Todas las imágenes que apunta la memoria deben tener un proceso, un origen y un final que, a su vez, deben dar comienzo a otros procesos”, dice el personaje de El aserradero, y eso es lo que hace, desarrolla esta novela a partir de una posibilidad: una biblioteca enterrada. Es el punto desde el cual se abren otros procesos que se relacionan y tejen entre sí: vínculos familiares que reconstruyen el pasado desde el presente.
Marcelo Britos, desde la fluidez y claridad narrativa, nos hace vívida una historia sobre la paternidad, la memoria colectiva, la búsqueda y la enfermedad. El suspenso que se articula en estas páginas, sumado a la ternura y empatía de cada acción, hacen que como lectores agradezcamos la sensible humanidad de cada palabra.

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