«Yo sé que mi Redentor vive»
Job 19:25
El tambo era un puesto miserable de chapas y maderas, bajo una arbolada de ceibos y paraísos que sombreaba y servía como refugio del ganado. Alrededor se veía el campo grande y solitario y el pasto verde que alimentaba a un puñado de vacas que milagrosamente daban leche.
El dueño del tambo (no del campo) era un vasco de apellido Iturre, apodado «El loco» por su tendencia fácil al enojo y la ira, muchas veces sin razones y contra sí mismo. Pero su carácter exacerbado y sin control aparente, se manifestaba en los días de labor. El sábado y el domingo «El loco» se atemperaba y se lo veía vestido con ropa limpia entre los hombres del barrio, en el club o en el bar de la avenida, jugando a las cartas y bebiendo vino.
El vasco tenía como boyero a un muchacho santiagueño, que le había pedido trabajo y se lo había dado sin recomendaciones de nadie. El joven sabía montar a caballo pero en su provincia natal, en vez de vacas había ordeñado cabras y burras.
El alba no despuntaba y bajo la luz de la luna, el dueño del tambo y el boyero se entregaban a una labor que no admitía pausa ni descanso. Las manos del vasco, endurecidas de callos y venas, contrastaban con las del peoncito norteño, blandas y fláccidas, que aún no habían acariciado la desnudez de una mujer. Aunque a la hora de ordeñar ninguno de los dos se sacaba ventaja y extraían la misma cantidad de leche, cada uno prendido a una ubre, hinchada como una hernia.
La vaca permanecía quieta y en la mayor indiferencia, salvo si ella oía el mugido lastimoso de su ternero, que había sido apartado para que no mamara el alimento que tenía otro destino. El líquido blanco, espeso y espumoso caía en un recipiente de aluminio, luego era vertido en un tacho voluminoso de litros y finalmente se lo llevaba hasta la vera de la ruta, donde un camión lo transportaba a un lugar de la ciudad.
El reloj pretendía dominar al tiempo y falsamente indicaba que el alba había llegado. El gallo celebraba la victoria del día, sin embargo, su canto aún no se escuchaba. La noche se abrazaba a las tinieblas y al humo que despedía el fuego del infierno.
«El loco» se cebó unos mates dulces y comió unas galletas de grasa, como acostumbraba, pero esta vez con apuro, se hacía demasiado tarde y el camión que transportaba la leche no esperaba.
Por eso, él y el boyero ataron el caballo al carro y subieron la carga y se dirigieron rápidamente a la vera de la ruta. El muchacho tomó las riendas y desvió por un atajo con la idea de ganar tiempo y acortar la distancia. El carro se deslizaba por un campo infinito, suave como un paño de billar. El caballo le imponía a la marcha su trote lento y mesurado.
«El loco» vio los cuerpos tirados entre la maleza y recordó la explosión en la radio, la balacera peligrosamente cercana y la gran llamarada nocturna que destruyó la quinta de un gringo conocido. Aquella noche él sintió miedo y prefirió no salir del tambo. Luego, en la mañana, se allegó al barrio y repartió la leche a precio de regalo, pero no le comentó a nadie lo que había pasado.
El tambero observó que los cuerpos guardaban una mínima distancia, el vasco podía contarlos como asimismo deducir que la matanza tenía estrecha relación con los sucesos violentos de aquella noche. Los cuerpos dormían a la intemperie, como animales muertos, para que los rayos del sol descompusieran la carne, después la luna y las estrellas se reflejarían en la osamenta, creando una luz intensa y propia que espantaría a los desprevenidos durante la oscuridad y si cruzaban el campo.
«El loco» pensó que los cadáveres le traerían problemas. Y sin decirle nada le quitó las riendas al boyero y castigó al caballo, que aceleró su trote hasta el costado de la ruta.
El camionero aceptó llevarlo a la policía, no a tribunales ni a la sede de la cruz roja internacional, como «El loco» se lo había insinuado. Los cadáveres perturbaban al tambero, él ansiaba que alguna autoridad se presentara y de inmediato se procediera a identificar los cuerpos para luego sepultarlos a cajón cerrado o bien entregarlos a los familiares.
El boyero observó que su patrón, apresurado y sin saludarlo, subía al camión y se perdía en la distancia. El muchacho se apartó de la ruta y de un salto se encontró manejando el carro. Volvía al tambo tranquilo y silbando, para él los cuerpos eran como hacienda que había muerto por causas estrictamente naturales: la sequía, el temporal feroz o el rayo fulminante.
Pero cuando pasó por donde los cuerpos dormían, el caballo corcoveó y emitió un profundo relincho, como de miedo, que a él lo obligó a bajarse del carro.
-Guapo, ¿adónde vas tan apurado? ¿O te olvidaste de darle la mamadera al ternerito?
El boyero veía la oportunidad de tener una aventura amorosa. Aquella muchacha le hablaba dulcemente, sus palabras contagiaban su alma de amor y por un instante temió enloquecer. La escena que vivía le pareció increíble y lo atribuyó a su viejo sueño de estar con una mujer, que de pronto se cumplía.
Pero él no midió las consecuencias de aquel encuentro tan misterioso, oscuro y repentino. Se dejó llevar por el deseo ciego e irreflexivo, como un niño del brazo de su madre, y cayó atrapado en una telaraña de perversión y lucura, que ella ocultaba e hilvanaba hábilmente.
Sin embargo, con un resto de claridad, inteligencia y cordura, el boyero le preguntó:
-¿Quién eres? ¿Quién te trajo por aquí?
-¡Ellos! -contestó la muchacha.
Y señaló los cadáveres, entre las malezas y las espinas, ni separados ni juntos, guardando una mínima distancia. Siguió:
-¡Ellos eran mis novios! Pero me engañaron y se marcharon a la guerra y no vendrán ni para pascua ni para navidad. El ejército acribilló sus cuerpos a balazos. Por eso, yo me quedé sola y triste y salí en busca de un novio guapo y fuerte, como vos.
Ella descubrió su corta cabellera de oro, con el pañuelo secó sus lágrimas y lo pasó por el rostro del muchacho, para que él se uniera a su dolor. Luego sobrevino la risa, jugó con sus manos y lo invitó a caminar.
-¡Vamos, guapo!
Y caminaron entre yuyos y matorrales y sin mirar al costado. En aquel campo de la muerte, sobresalía una loma de cañabrava, crecida y rígida como junco, que ellos pasaron con alguna dificultad. Finalmente, llegaron hasta el sitio que ella deseaba: una arbolada de talas y ceibos, de ramas sin hojas y vacías de ruidos de pájaros.
La muchacha se sintió libre, se desprendió el impermeable y lo extendió sobre el césped suave, amarillo y reseco por la helada. El boyero le entregó su abrigo, un gabán bastante viejo y usado, que su patrón le había regalado. El lecho estaba preparado. Ahora sus cuerpos ardían en besos y caricias, pero de pronto ella recordó algo y le dijo:
-No, no puedo hacerlo. Antes, debo despedirme de ellos.
Y el muchacho vio que escapaba como una gacela, descalza y sin que el ramaje ni las espinas la dañaran. El quiso acompañarla y corrió detrás de ella. Una senda limpia de yuyos y matas había quedado marcada luego de sus pasos. En el apuro por seguirla, el boyero manoteó su impermeable porque supuso que a su novia le haría frío.
El muchacho entendía su desesperación. El patrón vendría con la policía y los cadáveres desaparecerían en un hospital con sus órganos a traficar, o en el algún cementerio clandestino.
De lejos, el boyero la vio frente a los cuerpos masacrados e imaginó que ella lloraba, decía una oración o cantaba una canción de amor. Se acercó con el ánimo de no molestarla. Respetaba su soledad y su dolor, su tiempo tan íntimo y tan triste.
Ella se despedía de sus novios y él pensó que debía brindarle consuelo y ayuda y hacer que el recuerdo por ellos se transformara en olvido. La muchacha aceptaría sus cuidados con tal que su amor fuera fiel y sincero.
Como amantes vivirían en la ciudad y quizás tendrían muchos hijos. El ya no sería el boyero de un tambo en ruinas, ni ella la puta de la estación, sino dueños de inmensas hectáreas de campo, que habrían conseguido gracias al trabajo, el entusiasmo y el sacrificio de cada uno.
La muchacha no lo miraba. El peón observó que ella colocaba en cada frente una cruz y un rosario y que rezaba al mismo tiempo. Pero el boyero se estremeció al verla sobre los cadáveres, oliendo la descomposición de la carne y creyó que era un ave de rapiña, que había descendido de un cielo oscuro y extraño.
-¡Guapo, ven! ¡La carne está fresca y huele bien! ¡Te invito a comer! ¿O ya no eres mi novio? ¡Carne de combatientes, fieles a Perón! ¡Las balas del ejército dulcificaron su sabor!
El boyero, en vez de su corta cabellera de oro, observó una horda de pelos hirsutos y grises, como cenizas de volcán, propio de la edad avanzada y la carne corrupta.
De su boca sin dientes, él vio que asomaban agudos colmillos filosos, y de sus manos de señorita de liceo, feroces garras de león, anunciando el banquete carnal. En su cara, hundida por estrías y arrugas, sobresalía una nariz enorme y ganchuda, que se dejaba ver en la distancia. Sus ojos, ciegos de luces, tenían el poder de las tinieblas, así ella escrutaba las pasiones humanas, como si explorara el fondo de los mares y los pantanos.
Arpía y bruja milenaria, se consagraba a la hechicería, a la adivinación y el conjuro. Amaba a los muertos y se sostenía de ellos, para eso se convertía en monstruo mitológico al servicio de dioses y demonios que convivían en la tierra.
-Me despedí de mis novios y no tengo compromiso con nadie, excepto con vos, guapo. ¿Qué te parece si lo festejamos y hacemos el amor? Aunque mi corazón esté de luto.
El boyero vio que rasgaba las prendas de cada combatiente, como una gata hambrienta, acentuando la desnudez y el despojo. En los pechos ensangrentados, perforados por las balas del ejército, ella agregó heridas y cortes, no así en zonas de músculos, pulpas y nervios, que devoró con sus colmillos filosos como cuchillos.
Pero de repente, detuvo su festín de caníbal insaciable y se postró delante de aquella parte física, sagrada para ella, que no había mutilado y a la que debía adorar con danzas y rituales de frenesí y éxtasis. Como diosa de la noche y el sexo, ahora se humanizaba y el boyero vio que era la mujer de la cuál él se había enamorado.
Entonces ella adoró a los muertos, como a niños sacrificados a Moloc, y encontró la mejor posición sexual para masturbarse y así alcanzar el orgasmo cósmico. Para eso, se movió y se agitó como una sacerdotisa en plena orgía religiosa hasta que su cuerpo estalló en convulsiones eróticas, sepultando con su flujo profundo los cuerpos masacrados y quietos.
-Yo soy la vaquita que hace mamar a sus terneritos. No soy la vaca sucia que todas las madrugadas salpica de bosta tu rostro. Ven, guapo, ordeña, yo soy dulce y mansa como una cordera y mi leche de muchacha virgen es pura y sabrosa.
El boyero tenía su impermeable y lo arrojó al vacío mientras huía en el carro despavorido y azotando al caballo que brincaba de furia. En el camino pensó que los cadáveres que la mujer cercenó y devoró habían perdido su fisonomía humana, y que era mejor que nadie los viera.
Pero ante el horror que había presenciado, imaginó que los muertos volverían a la vida, y como hombres cambiarían el paisaje dañado por valles y montes fértiles, abriendo fuentes de agua viva en arroyos secos y riachuelos contaminados. En parajes desolados y en llanuras infinitas, fundarían nuevos pueblos y ciudades, en donde la muerte no entraría, ya derrotada y encadenada a los siglos.
Al día siguiente el boyero renunció a su trabajo, partió del tambo y no se lo volvió a ver jamás. «El loco» reunió a la gente del barrio y contó que la policía nada había hallado. Los cuerpos no aparecían por ninguna parte, sepultados por una intrusa, que los vecinos no se animaban a reconocer.
Por eso «El loco», en un acto de misericordia y de fe, elevó una plegaria en voz alta y pidió al Señor descanso eterno para aquellas almas que habían dado la vida por Perón.