Lo que tuve que vivir aquel día, rondando ya la noche, cuando Donaisis me pidió ayuda, es algo que no olvidaré. Fue, al mismo tiempo, un descubrimiento y una perturbación profunda; sé que no sólo me horrorizó. Según se escuchaba decir a los lugareños, se atravesaba la época de lluvias más torrenciales de los últimos quince años, por lo que intentamos señalar algo así como unas calles, marcadas por la elevación en la tierra y lo que podría decirse unas cunetas; pero el agua a mares de mañanas a noches, y así día tras día, no evitaban el lodazal rojizo y pastoso.
Había ido a parar a esa selva, y en ella me mantuvo, de un modo contradictorio, el miedo que sentía a todo movimiento. Sufría de sobresaltos, de la intuición de acechanzas, de temblorosos insomnios. Todo lo que me hacía vulnerable e insolvente estaba allí, en ese lugar de altas palmeras y árboles que se movían en la cúspide; de helechos verdes a rabiar que, en la extensión de sus hojas, escondían siempre algo dispuesto a saltar sobre mí, algo que no podrías sacarme de encima aunque gritara y vieras los desgarros que tanto dolor me ocasionaban. En esa selva perdida, empecé a socorrer a los enfermos —especialmente, a los niños—, aunque tan sólo cuando sus padecimientos no mostraban carnes abiertas ni sangre escapando. Ahora creo que quizás por eso, en aquellas fronteras, la tierra era roja. Y te decía que todo quedó grabado tan fuertemente en mi memoria porque no sabía que algo así podía pasar en el cuerpo de alguien; mi imaginación no había llegado a tales extremos. Esa vez, cerca de las seis de la tarde, Donaisis decidió empezar a trabajar sobre el chico que habían traído la noche anterior. Cuando llegaban niños, salía solo a internarse por los caminos, a buscar lo que le resultaría necesario. Primero pedía quedarse con el chico, mientras el Don Almirón, un viejo de ochenta y tres años, alto, se sentaba al lado de la puerta de la casilla, apoyando su espalda recta en una de las paredes. Donaisis había contado que todo lo que hay que saber acerca de alguien que sufre se sabe deteniéndose a mirar el ritmo que dibuja la respiración en las muñecas; y así lo hacía con cada uno que llegaba. Entonces, después de pasar largo rato con el niño, observándolo, salía de la casilla, hablaba con el viejo y se iba, no siempre en la misma dirección. Al volver, ya el Don Almirón le tenía el fuego preparado; ponía sobre las leñas de araucaria encendidas un cazo de cobre que se había traído de afuera, y allí preparaba una infusión para iniciar las curaciones. Más tarde, Donaisis hacía recostar al niño entre las piernas de su madre, quien había sido llamada a entrar; volcaba parte de la tisana sobre la boca del chico, suavemente, para no asustarlo —gotas, pequeños hilos—, y a medida que esta caía, los dos iban quedándose dormidos. Ningún sonido se desprendía del interior de la casilla; entonces el Don Almirón entraba a arroparlos, mientras la madre, acurrucada, seguía sosteniendo a su hijo. A veces, se la oía susurrar una melodía, casi imperceptible, quizás involuntaria. Al salir, el viejo cerraba la puerta y volvía a apoyar su espalda recta allí, en el mismo lugar. Donaisis despertaba después de tres horas, y aunque nunca lo vi en ese momento, me llevé a creer que no se quedaba dormido, sino que experimentaba una suerte de trance. Salía entonces a quemar bondadosamente los restos que quedaban en su morral de aquello con lo que había preparado la infusión. En ocasiones, se lo notaba preocupado; tenía que iniciar a alguien de la comunidad, pasarle todos los secretos curativos de los que disponía porque, una vez muerto el Don Almirón, tendría que ser él quien se ocupara de atender lo necesario para los procedimientos; y, además, sería su espalda la que iría a apoyarse en la puerta de la casilla. Pasar sabiduría y pasar de sitio no se le hacía ligero, y la vejez del Don Almirón lo apuraba. Por eso, aquel día, cuando me llamó para que lo asistiera, sentí el impacto de una presión para la que todavía, creo, no era tiempo.
El chico llegó después de atravesar momentos en los que se quedaba inmóvil, y a veces rígido, repitiendo una frase inentendible y empalideciendo. Él decía que se daba cuenta de lo que le pasaba, pero nada podía hacer para frenarse. Tendría alrededor de diez años y, hasta ese momento su vida, había sido totalmente normal; todo lo normal que una vida puede ser en medio de esos barriales sofocantes de tan colorados, llenos, para mí, de presencias y amenazas, como ya te dije.
Donaisis me hizo llamar esa tarde, pero recién llegué a verlo cuando despertó, alrededor de las nueve de la noche. Yo ya esperaba en la puerta de la casilla; el viejo me miró con intensidad al hacerme pasar y me dio unos recipientes vacíos; parecían semillas enormes y huecas. Entré; la madre me sonrió con amabilidad, aunque lucía un poco desconcertada. Donaisis me pidió que extendiera y sostuviera los brazos del chico —estaba despertando—, mientras él comenzaba a raspar con suavidad sus muñecas. La hoja de yuca que utilizaba iba cambiando de color, y el niño comenzó a decir sus cosas, distantes unas de otras. Algo ocurría entre los cuatro, algo estaba ocurriendo en cada uno de nosotros. Ocurría el tiempo, mientras el hueco interno del brazo del chico, que seguía repitiendo todo eso sin ningún orden, iba poniéndose del color de la tierra de la selva. Donaisis hizo que apoyara allí el recipiente que sostenía en mis manos al entrar. En medio del asombro, obedecí; estaba ocurriendo el tiempo entre los cuatro. La madre del chico calló, cerró los ojos y ofreció su hijo a mis brazos. Cuando desperté, estaba sola en la casilla; me incorporé y miré por la ventana el verde de la selva; caía la noche de lo que ya era otro día. Al salir, encontré a Donaisis sentado en la puerta, apoyando su espalda recta contra la pared. Supe que algo había pasado allí dentro, que había llegado otro tiempo para mí. Nunca más vi al Don Almirón.