En busca de la biblioteca perdida
El pasado 19 de agosto del corriente año se presentó en la librería de la UNR la nueva novela del escritor Marcelo Britos (Rosario, 1970): «El aserradero». Después de haber escuchado en silencio las palabras de introducción del director de la UNR Editora, Nicolás Manzi, en medio de una nutrida presencia, Britos tomó el micrófono y sentenció, esbozando una sonrisa pícara, que él no pensaba hablar de la novela. La confesión del autor sorprendió a propios y extraños, y muchos nos preguntamos de qué iba a hablar en la presentación de su novela si no era de la novela. Pero cuando desde una mesa del fondo de la sala se escucharon algunas risas cómplices, supimos de inmediato que el evento no corría peligro. Es que el autor de Empalme (EMR, 2010) y A dónde van a morir los caballos (Aurelia Rivera, 2015), entre otros libros, aclaró después (para tranquilidad del público presente) que no quería «spoilear» el libro revelando muchos detalles ya que «se trata de una novela que tiene cierto suspenso en el desarrollo de la trama». En su lugar, alegó, preferiría hablar sobre cómo le nació la idea de escribir sobre una biblioteca enterrada. Y así lo hizo.
Contó que hace unos años atrás la familia de un empresario rosarino lo contactó para participar de un proyecto de investigación y escritura de una biografía. El empresario era un hombre con ideas desarrollistas «que había pensado para la ciudad un destino de desarrollo y prosperidad, mirando el ejemplo de otras ciudades del mundo que iban creciendo a un ritmo muy distinto que el de Rosario, una urbe que no terminaba de despertarse a la sombra de la centralidad porteña». Con su nieta, que era historiadora, empezaron por juntar material para la biografía y a entrevistar familiares de Pedro, el empresario en cuestión. Entre los entrevistados estaba uno de sus hijos, que los recibió en una oficina del lujoso Palacio Minetti, en el centro de Rosario. En un momento de la charla el hijo del empresario refirió, como al pasar, que él había sido detenido durante la dictadura por su participación en una agrupación política estudiantil. Cuando se apagó el grabador, Britos no pudo resistir la tentación de preguntar sobre aquellos años de prisión. Fue así que el hijo del empresario contó que lo habían llamado a su padre desde algún cuartel para advertirle que se iban a llevar a su hijo y que no lo iban a matar, pero que el secuestro era inevitable. «Me preparé, enterré los libros en uno de los campos de papá y volví a casa a esperarlos», dijo lo más campante. Unos meses después Britos se abrió del proyecto por problemas de salud, aunque le quedó dando vueltas en la cabeza lo de la biblioteca enterrada. Con la nieta historiadora de Pedro mantuvo el contacto y en una de las tantas conversiones que tenía con ella le preguntó por el tío, quizá con la intención de que le consiguiera una entrevista a solas para hablar sobre el tesoro enterrado, tema que, como es obvio, empezaba a obsesionar al escritor. La respuesta que recibió de la nieta lo dejó helado: el hijo de Pedro, el empresario rosarino que enterró libros en un campo del padre, había fallecido días antes de una muerte súbita. Con su partida, el hijo del empresario se había llevado a la tumba la ubicación de los libros enterrados.
Movilizado por esta entrevista frustrada, con la idea (carcomiéndole el cerebro) de que en algún campo de los alrededores de Rosario había una biblioteca enterrada y perdida para siempre, el prolífico autor se impuso la aventura de hacer su propia búsqueda de los libros. Para ello no se valió de mapas misteriosos ni de planos catastrales: echó mano a lo que mejor sabe hacer: escribir. De esta forma nació «El aserradero», la novela en la que tres personajes disímiles, tres especies de «Odiseos», harían el trabajo por él: el protagonista-narrador, Chipi, su hijo de siete años, y Victoria, su prima, con quien mantiene un viejo idilio incestuoso. Este particular trío de buscadores de tesoros convivirán un tiempo en el aserradero familiar, propiedad del padre de Victoria quien, poco antes de enterarse que las fuerzas represoras de la dictadura venían por él, enterró su biblioteca en algún lugar de la propiedad con el fin de protegerla de manos inadecuadas. Su intención era desenterrarla una vez que regresara, pero el tío del protagonista (a diferencia del hijo del empresario que inspiró la novela) nunca más volvió.
De la misma manera en que lo harían unos arqueólogos abnegados, Victoria y el protagonista dividen el terreno del fondo del aserradero en parcelas enumeradas para organizar mejor el trabajo de las excavaciones. Una vez manos a la obra se dan cuenta de que el trabajo les puede insumir mucho más tiempo de lo planeado, y les gana el desánimo cuando solo rescatan osamentas de perros, clavos, fierros y herramientas viejas y herrumbradas del campo de exploración, objetos que el niño va inventariando en las repisas de la cocina como si fuera un museo. La tensión y el suspenso se incrementan cuando surge la posibilidad de que la biblioteca no esté finalmente enterrada en el aserradero, sino en el terreno lindante que alguna vez perteneció a la propiedad, pero que ahora ocupa un grupo de hippies. Con el fin de acelerar los trabajos de excavación, el protagonista decide recurrir a la tecnología alquilando un dron para escanear el terreno desde el aire y detectar así diferencias de color o de vegetación que pudieran sugerir lugares con la tierra removida. El proveedor del dron demora su entrega, por lo que el protagonista echa mano a otro recurso mucho menos ortodoxo: un chancho sabueso que el niño bautiza con el nombre de Humberto. Durante varias noches le frotan un libro viejo de Chejov en el hocico a Humberto, que sale corriendo al terreno de al lado buscando la biblioteca con su poderoso sentido del olfato (los chanchos pueden oler un objeto enterrado a cinco metros de profundidad, por si no lo sabían). Respetando el deseo del autor de no «spoilear» la novela, no revelaremos aquí el desenlace de la aventura. Habrá que ver si todos estos artilugios al fin surten efecto y logran hallar el tesoro de libros o si, al igual que sucedió en la historia real que inspiró la novela, la biblioteca permanece sepultada para siempre.
En cuanto a su temática, «El aserradero» es una«novela política de la memoria y los afectos», como bien la calificó la prestigiosa escritora y crítica literaria, Beatriz Vignoli. A nuestro entender, es también una novela sobre el amor en todos sus aspectos: el amor de padre, el amor de hombre, el amor por los libros entendidos como objetos fetiches y el amor, principalmente, por la literatura. Pero es también una novela sobre el dolor: el dolor ante la enfermedad de un ser querido.
Escrita con una prosa ágil y con una sobriedad estilística buscada (y muy bien lograda), el narrador se permite, sin embargo, algunas pinceladas de excelsa poesía que el lector, obviamente, agradece. Compartimos un fragmento a continuación, extraído de un capítulo de mitad del libro cuando, ya instalado en el aserradero y durante un alto en las excavaciones, el narrador se deja llevar por las musas que lo visitan:
«El chasquido de las chispas del brasero, las chapas crujiendo por el frío, el viento llevándose los cantos y los gritos, el mercurio entre las hojas, las sirenas ahogadas en las zanjas, el murmullo voraz de las ratas por las calles de tierra. Un torno, un carro, un contenedor bailando de un cordón al otro. Una tormenta pasada, cuando de pibe me persiguió con el granizo hasta el umbral una tarde derrumbada de verano, la peor de las tormentas, la que destrozó los vidrios que daban al oeste, la que dejó un colchón de palomas en la plaza y una mujer atropellada en la vereda por alguien que quiso resguardar el auto bajo el techo de un kiosco, la que inundó los estacionamientos subterráneos, los coches flotando y chocándose entre sí, la corriente arrastrando colchones, juguetes, sillas, adornos de cotillón, roperos vacíos aferrados a su forma.»
Además de poesía, el narrador también recurre a reflexiones humanísticas y a intertextualidades literarias y cinematográficas para ir construyendo, caótica como toda biblioteca, a fuerza de citas y de relatos orales (algunos de carácter fabuloso y exquisitos, como el de «La boca del Tigre»), su propio bagaje de lecturas enmarañada con la trama, donde no pueden faltar los libros de Stephen Crane, de Conrad, de Chejov, de Stendhal, de nuestro entrañable Saer, de Faulkner, y de Onetti, por citar algunos. Uno intuye que este bagaje de lecturas es el bagaje del propio autor.
Si bien la novela se divide en capítulos cortos (sin números ni títulos a la vista), es el propio narrador quien trata de disuadir al lector de que, en realidad, lo que tiene entre sus manos no es una novela dividida en capítulos sino un relato liso y llano de los hechos, como si fuera una especie de diario o bitácora de viaje en el que se apuntan los avances de la aventura, los contratiempos en los trabajos de las excavaciones, las dificultades que aparecen a medida que progresan en la búsqueda, la enfermedad que sobreviene y afecta, de repente, a unos de sus integrantes. Todo se apunta en este diario para dejar registro de la epopeya (que es, precisamente, el fin de todo historiador, tal como se define el narrador). Esta estructura de capítulos cortos no es azarosa ni arbitraria. Logra su objetivo de retener la atención del lector sumergiéndolo en la búsqueda frenética (y un tanto obsesiva) de un tesoro carente, a priori, de todo valor económico, pero portador de un extraordinario valor afectivo. La única ambición que persiguen estos «Odiseos» (como los llama el propio autor), de estos Arqueólogos de Libros Enterrados (como los llamamos nosotros) es simplemente encontrarlos para volver a leerlos. Toda una utopía en estos tiempos de consumismo, en estos tiempos de una invasión digital devastadora que amenaza con el hábito de la lectura y con la propia existencia del libro físico.
Mención aparte merece la edición del libro. Entendiendo que el continente no es ajeno al contenido, el editor Nicolás Manzi (ahora al frente de la UNR Editora, pero con una larga trayectoria en la difusión de obras de autores locales, liderando importantes proyectos editoriales como Casagrande y El ombú bonsái, entre otros) logra sin duda un producto de alta calidad. La nobleza de los materiales empleados y el esmero en los detalles, tanto en el diseño de la cubierta (con una xilografía de Marcelo Kopp, La sequía, 2018) como en el armado del interior, logran que el libro objeto, entre las manos del lector, produzca tanto o más placer como las palabras que emanan del perfume de sus páginas. «El aserradero» se suma a la colección Confingere, compartiendo así vitrinas con otros títulos de reconocidos narradores rosarinos, como Tetris, de Federico Ferroggiaro, La música de las cosas perdidas, de Javier Núñez (presente aquella noche) y las Obras Completas del novelista más grande que tuvo, quizá, esta ciudad: Jorge Riestra (a tomar nota de esto, queridos lectores).
Hacia el final de la presentación (cuando ya empezaban a circular entre las mesas las bandejas de sánguches y las copas de vino tinto a cargo de la casa), Britos lanzó otra frase contundente, una mirada borgeana sobre la creación artística: «La novela ya no me pertenece. Yo siento que le pertenece a la gente, a los lectores». En su relato breve «Borges y yo», el autor de Ficciones hace una declamación similar: «Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición». En este mismo sentido podemos asegurar que «El aserradero», por ser bueno y por haber logrado páginas válidas, ya no pertenece a Marcelo Britos. «El aserradero», de ahora en más, es del otro, de sus lectores, del lenguaje y la tradición, del acervo cultural de la ciudad, de la literatura de Rosario, en definitiva.
(Así empieza «El aserradero» )
Rosario, 4 de setiembre de 2022
Gustavo F. Reyes
Editor de Literatura de Rosario.com.ar