La mitad siniestra

La mitad siniestra

Por: J.M Petracca

Abril 1979

Yo creo en muchas cosas que no he visto, y ustedes también, lo sé. No se puede negar la existencia de algo palpable por más etéreo que sea. No hace falta exhibir una prueba de decencia, de aquello que es tan verdadero. El único gesto es creer…o no, algunas veces hasta creer llorando. Se trata de un tema incompleto porque carece de respuesta; respuesta que quizás alguno de ustedes, le pueda dar. (*)

* Willy Colón (Oh qué será)

Al pasar el tiempo, me he dado cuenta de ciertas cosas, de ciertos momentos particulares que han dado rumbos y vuelcos a mi austera vida de una forma poco habitual, y que yo, por la simple razón de estar cegado por el rencor, no pude percibir. No pude descifrar el tacto positivo en una situación negativa, o como dirían los Americanos, Caos Calmo, y eso mis amigos, no es bueno, ya lo creo que no. Lo creo ahora, no lo creí en aquel momento cuando todo aquello ocurrió. Por eso hoy, después de largo tiempo de un silencioso habitar en este mundo, escribo esta crónica. Quizás me ayude a sobrellevar el yugo… quizás no, eso no lo sabré hasta no terminarla, pues de este miserable sortilegio estoy hasta las manos, y quizás más que aquel día cálido de otoño.

Por las noches, fija sus negros ojos profundos y filosos en todo mí ser, y yo, como un pequeño niño llorón, la miro encantado de terror.
Observo su hermoso cabello oscuro como la noche, su blanca piel y sus rojos labios sanguinolentos que reflejan en mi rostro, todo su esplendor. Entonces rompo en llanto mientras ella se desvanece como el viento.

Sus facciones mutan, se convierten en una suerte de holograma futurista distorsionado. Sus ojos se tornan profundas cuencas que ven sin ver. Sus manos envejecen con la velocidad del tiempo y ahí, solo en ese momento, comprendo que manejar el silencio es más difícil que manejar la palabra, y todo lo que era conocido para mí, se vuelve un infierno abstracto que me aprisiona el cuello con su sofocante calor.

Ella desaparece de mi vida otra vez, y yo otra vez, vuelvo a extrañarla a rabiar, y blandiendo los bordes gastados y sucios de mi frazada, cierro los ojos para hundirme en un profundo sueño del cual jamás quisiera despertarme.

La amo más que nunca, siempre la amé, pero en ciertos momentos del día la odio con todos mis sentidos. ¿Esta mal eso? Discúlpenme, pero creo que no. ¿Y saben porqué? Porque he pasado muchos días de mi vida soñando su regreso, pero nunca ocurrió hasta ahora, que suscitan en mi mente efímeros recuerdos emanando en forma de palabras volcadas a un manchado papel. Y eso amigo, lector, eso es amor.

Pero dejémonos ya de sentimentalismo absurdo y vayamos a lo que realmente nos compete: “Los sucesos desgraciados”. Por llamarlos de algún modo más real, o por lo menos lo fueron para mí, y creo después de tanto tiempo, que solo lo fueron para mí.

Habían pasado dos meses desde que decidí dejar la facultad de derecho, no sabia lo que iba a suceder con mi vida, ni mucho menos lo que sucedería el día siguiente. Después de cinco parciales mal compuestos y evaluados, decidí desistir. Vivía el momento, por así decirlo. Tenia pensado para fines de ese año salir del país, pero una mañana mirando el noticiero de las 7 am. Decidí suspender el viaje, ¿Por qué? Se preguntaran. Bueno, por la simple razón de creer que este puto barco sin timón ni capitán, retomaría el curso de la navegación extraviada. Pero como sabrán, no fue así, y todo se complicó, entonces maldigo hasta el día de hoy a aquel conductor que en un arranque de patriotismo forjó un tremendo monologo sobre los jóvenes y su éxodo, y hasta llegué a conmoverme, miren ustedes hasta donde llegaba mi estupidez en aquel momento.

Si esa mañana de trasnoche, me hubiera acostado con mi borrachera y todo, y no le hubiera temido al fragor del vomito, todo aquello no habría sucedido jamás, y esta insípida historia no la estaría contando, no por lo menos desde aquí, desde este sucio lugar en donde la civilización cree que, algunas personas (no como yo) pueden llegar a regenerarse, malditos puritanos de mierda.

Bueno…no recuerdo donde había quedado. ¡Ah! si, todo aquel suceso del periodista si, si. Entonces decidí seguir adelante y luchar por mi pobre país como uno más de uno más. Si, creo que solo yo me quedé a ver la última estocada de una nación que se fue a pique sin más.

Ese es el meollo de esta crónica. A la mañana siguiente, cansado de no hacer nada (cosa que por aquel entonces me encantaba) decidí salir a dar un paseo bastante moral por la avenida, y si lo ameritaba el caso, continuar hasta la plaza. Entonces ahí estaba yo, con veinte años, sin trabajo, sin mujer, sin compromisos, sin futuro.

La calidez de aquel otoño, creo yo, fue la más amena de todas las que vinieron posteriormente. Llevaba un suéter de hilo amarillo, un pantalón de jeans, unas zapatillas de lona blanca y unos Custom’s que me quedaban como pintados. Eran las diez de la mañana, pero yo me había vestido como si fuera un sábado por la noche. Bueno, así era yo a los veinte, y que alguien me diga que no lo era, encima de mentiroso, era raro. Si…si, muy raro.

Están llamando a apagar las luces, pero yo soy más astuto que ellos y me he construido un velador con una botella de agua del gimnasio, me la he robado sin que nadie me viera, je je. Bueno.

Entonces aquella mañana, salí a caminar por las calles de mi ciudad. El sol me daba en la nuca calentándomela de sobremanera, pero a esa edad no importaba el calor, ni siquiera importaba el frío, y eso que yo odio el maldito frío.

Al llegar a la calle principal, a lo lejos pude divisar y oír, el quilombo de una manifestación, estaban reclamando por los derechos humanos y toda esa cuestión.

Los parlantes de las esquinas emitían en sus añejas bocinas, el boletín matutino con la voz de Carlos Goya, un locutor local que imitaba de primera a los grandes de capital.

Seguí caminando sin reparar demasiado en la gente, y mucho menos en la presencia policial, que en ese momento se había apersonado en el lugar debido a un manifestante que había lanzado contra un vehiculo, una bomba molotov, haciéndolo arder como una antorcha empapada en gasolina.

Los policías reprimieron a causa de esta persona, a todos los protestantes. En cuanto al incendio, en menos de dos minutos los bomberos voluntarios lo sofocaron con gran éxito, y ahí quedo el altercado.

Yo por mi parte, me detuve a observar el dilema (era bastante curioso en aquel entonces) pero al rato seguí por la ancha vereda adornada con la amarillenta lluvia de hojas en descenso.

Me detuve nuevamente, frente a una pintoresca vidriera de ropa en un local céntrico de lo más paquete. Tenía motivos de invierno aunque estábamos en otoño todavía. La dueña (por lo que deduje) intentaba vender las prendas que le habían quedado de la estación invernal pasada: Estaban fuera de moda. Yo desentonaba frente a aquel escaparate, por lo que la propietaria, desde adentro, me observó con desaire, al darme cuenta, seguí mi camino silbando bajo.

Unos metros antes de llegar a la siguiente vidriera, pude oír los acordes de mi canción favorita, entonces me precipité para oírla completa.

-<>- decía Peter Framptom, mientras el publico enloquecía de éxtasis. Era una hermosa joyería y relojería de la cual emergía el sonido de unas bocinas colocadas en el techo del alero. En la parte derecha de sus ventanas, exhibían los relojes, arriba los de acero masculinos, y debajo los de caucho para damas y niños.

En el sector izquierdo, los anillos de enchapado y los de oro. Entonces embobado con los productos, ocurrió lo inesperado. Choqué torpemente contra un brazo tierno y delicado, giré instantáneamente para pedir disculpas y la vi. Tenía un sobretodo negro hasta las pantorrillas. Debajo, un hipnótico pulóver de cuello alto empeluchado con franjas amarillas y marrones, unos pantalones de campana negros adheridos a sus contorneantes muslos y zapatos de vestir con puntas finas y lustradas. Su cabello era de un ébano casi violeta a la luz del sol.

-Disculpáme, por favor-dije avergonzado. Los lóbulos de mis orejas se tornaron ardientes y se incendiaron. Al mirar su rostro, una corriente eléctrica me subió por el cuello hasta mover mis mandíbulas involuntariamente produciendo un cómico movimiento, el cual hizo sonreír a la chica mientras Peter decía -<>-, entonces yo me acoplé a la carcajada, y ella se quedó seria súbitamente.

Tenia unos enormes ojos negros que a los destellos del sol, se tornaban de un color miel oscuros. El cabello perfectamente peinado hacia atrás sostenido con una pequeña tela color lila, que acariciaba con un par de sedosas manos blancas como la nieve. A las manos no las pude tocar, pero imagine su suavidad (mi imaginación volaba a los veinte). Entonces la mujer me respondió con un dejo de superación.

-Está bien, no es nada-y siguió observando las alhajas que allí exhibían con toda pompa. La miré por un instante, como un hambriento observa un sándwich de jamón y queso. Ella después de mi carcajada, no notó mi presencia, creo que ni aunque le hubiese hablado de nuevo lo habría hecho. Esa actitud, aunque jamás había visto a semejante mujer, me causó un remolino de impotencia represiva, la cual se manifestó con una de las peores preguntas que le podía haber hecho a una dama que no conocía.

-Qué linda que sos-, le mandé de una manera infantil y carente de ideas. La mujer solo me miró con el rabillo del ojo izquierdo. Yo automáticamente me incineré. No se por que me vino a la mente la imagen de “Morticia Adam’s” cuando en la celebre serie televisiva, miraba de igual manera a “Homero” su marido, cuando este se mandaba cagada que la sacaba de quicio.

La mujer después de unos segundos de soportar mi insípida presencia, puso en pie de fuga todo su esbelto cuerpo. Yo más avergonzado que interesado la perseguí en silencio y llamándola con la mente. “Morticia, Morticia, Morticia”. Hasta que al darse cuenta de mi presencia, volteó inesperadamente y nuestras miradas chocaron por segunda vez; antes que dijera algo me adelanté.

-No creas que soy alguna clase de perverso o algo por el estilo, es que estuve mal, otra vez te pido disculpas-dije mientras los vehículos que por allí pasaban, hacían sonar la bocina como si nunca hubieran visto a una hermosa mujer, aunque debo admitir que lo era, y mucho.

-¿Disculpas porqué? ¿Por el golpe?-respondió ella, y de nuevo la superación de por medio. Creo yo que el complejo de inferioridad era de mi propiedad.

-No-dije rápidamente. -Por el piropo-concluí.
-¿Qué piropo?-y otra vez, más de lo mismo.
-No importa, disculpáme-, terminé diciendo mientras bajaba la mirada y daba media vuelta dándole la espalda. Seguí caminando en dirección opuesta esperando escuchar su dulce voz diciendo “Ey vos, esperá”.

Caminé unos dos metros más, pero no la oí, y deduje que ya se había marchado. Giré para mirarle el culo, típico de un payaso de mi edad, y no tan de mi edad. Pero me asombré al darme cuenta de que ya no estaba. Se había marchado corriendo pensé, ¿pero si solo había hecho dos metros? Bueno, el tema era que no estaba, ¿Cómo había hecho? No lo sé. Lo que si sabia era que en una ciudad tan chica como lo era esa en esos tiempos, no faltaría oportunidad para retractar mi estúpida conducta de energúmeno. Ese fue el principio del fin, o por lo menos fue lo que me quisieron hacer creer, y casi lo logran los hijos de mil putas. Si, los mismos malditos que ahora golpean las paredes y las rejas.

Se ve bonita la luna desde acá, me gustaría que estuviera conmigo para compartirla. O alguno de ustedes, pero sé que nadie quisiera estar en un lugar como este. Carajo, es una mierda esto. Pero ya falta poco…falta poco.

Un par de horas después del encuentro, volví a mi casa de la misma estúpida manera de cómo me había ido. Pero esta vez con la diferencia de un matiz distinto, algo imperceptible que cambiaria mi vida –yo no lo sabía entonces, pero lo presentí-. Tampoco era a esa altura algo irrelevante; había tenido varios encuentros con mujeres de ocasión…bueno no les voy a mentir a ustedes; solo un encuentro, ¿pero qué? No tenia mucha suerte con las mujeres, o por lo menos no me comprendían, eso ya era demasiado.

Eran las doce del medio día, mi madre estaba preparando unas pastas que olían bárbaro; yo estaba muerto de hambre. Todavía no me había recuperado de la hambruna de la facultad. Ahí si que las pase feas. Bueno sigamos entonces. En esa época yo vivía con mi madre. Ella era una mujer sumisa y respetuosa. De esas que antes de decir una palabra, la piensan dos días. Tenía un corazón más grande que su propio caparazón contenedor, no le cabía en el pecho. Tengo muy buenos recuerdos de ella, fue la mujer que más amé en este mundo. En ese momento, su partida marcó la diferencia, eso lo recuerdo muy bien, si señor. Entonces ese medio día comimos juntos bajo un silencio penetrante. No por que había algún problema, si no por que tanto ella como yo, respetábamos los silencios del otro. Que va, éramos dos peces en el mar; y de la misma especie, con eso les digo todo y no hace falta redundar en el tema, no voy a subestimarlos en lo absoluto. Comí a reventar y luego me eché a dormir.

Junio 1979

La llovizna crepitaba al chocar contra el paraguas que yo con mi mano derecha aferraba con tanta fuerza, que los dedos de mi mano se pusieron blancos por la presión. El barro se había adueñado de las suelas de mis zapatos de ocasión y las lagrimas de mi rostro. No era para menos. Acababa de enterrar a mi madre.

Cuatro meses después de que volví de la universidad, mi madre murió de un paro cardiaco cuando dormía. El medico me dijo que no sufrió. Me explicó con todo su tacto, “pasó de un sueño a otro sin siquiera darse cuenta”. En ese momento sufrí mucho mi dolor, nunca nadie comprenderá jamás cuan grande fue. Seguro entenderán que el propio dolor, solo el que lo padece sabe su nivel de agudeza. No es que nadie haya sentido alguna vez lo mismo.

Entonces aquella mañana de junio, el cofre comenzó a descender sobre sus cuerdas hacia la fosa. En el lugar había solo tres personas. El padre Rafael, el funebrero del pueblo y yo.

Después de varios intentos y tras perder dos embarazos, mi padre y mi adorada madre, dieron a luz un enorme niño de cuatro kilos doscientos gramos el 16 de junio de 1958. Jamás volvieron a intentarlo, se llevaban muy mal entre ellos y mi padre la golpeaba con frecuencia al volver del “trabajo” con alta graduación alcohólica en sus entrañas, bueno pero esa es otra historia, ya más adelante se las contaré.

Entonces me acerqué a la fosa con un nudo en la garganta del tamaño de una manzana y eché en ella, sobre el ataúd, un puñado de tierra. El mundo desde la noticia de la muerte de mi madre (yo había salido de copas esa noche, y al llegar, una vecina me salio al paso en la entrada con la infausta noticia), se había echado encima de mí. Estaba solo, realmente solo en un lugar lleno de conflictos y desaires. Y no les voy a mentir, tenia un miedo de espanto. No tenia amigos, y los pocos que quedaban tenían sus vidas en marcha, y yo no les complicaría el suceso.

Bajé el paraguas y la densa llovizna se apoderó de mi traje: No me importó en lo absoluto si esa mañana moría de pulmonía o lo que pasase con mi vida.

Estoy desnudo si no contamos los calzoncillos. Es verano, solo aquel otoño hoy mora en mi recuerdo más presente; pero en mi mente, solo ahí están a salvo.

Estas malditas paredes hacen un horrible ruido, como si un enorme felino estaría gastando sus garras en ellas. ¿Saben una cosa?, a veces por las noches cuando ella no aparece, me despierto y esos rumores de los que les hablo son más fuertes que nunca, entonces con mi cabeza que es más dura que una roca, le doy de lleno, ahí, solo ahí…callan por un rato.

Esa mañana volví a casa totalmente destruido, sin ganas de pensar en mi inexistente futuro. Me tiré en la cama de mi madre y volví la mirada a una foto de ella que se encontraba en la mesa de luz. La misma reproducía el momento en que le dijo “si” a mi padre frente a doscientas personas en la parroquia local junto al padre Rafael de unos 25 años menos. Rompí en llanto automáticamente cuando las imágenes de ella me asaltaron de una manera que no hay palabras para describirlo. El Primer día de escuela. Las arropadas por las noches. Los cuentos antes de dormir. La puta madre, tengo los ojos empapados ahora mismo. Perdonen, pero voy a llorar.

Me levanté al día siguiente. Erré por la casa como un espectro sin paz y entonces decidí mi futuro, poco ortodoxo por así decirlo, pero era lo único que me haría soportar el yugo de la desazón y el duelo.

Agarré un bolso viejo de mi armario, y dentro, todo apelotonado introduje: Dos jeans, dos pares de medias, tres remeras, dos camisas, seis calzoncillos y la foto de mi madre; o sea todo mi capital. Las llaves de la casa se las dejé a doña Antonia, una vecina de hacía como cien años (la misma que me dio la noticia de la muerte de mi madre), ella me prometió cuidarla hasta mi retorno, si es que había uno.

Después de discutir media hora con un policía en la intersección de la Nacional 8, el mismo me echó a patadas en el culo diciéndome que la ruta era para los autos y no para vagos desempleados como yo, y si me encontraba otra vez con el pulgar en alto, me metería preso junto a todos los asesinos y los violadores. También yo con lo que llevaba puesto, no era para menos. Llevaba una campera de cuero con coderas toda gastada, un gorro de lana negro y un par de guantes de motociclistas que la verdad pensándolo ahora y si yo hubiera sido ese milico, también me hubiera echado a patadas.

La noche era extremadamente fría, la luna alta y plateada alumbraba todos los vericuetos del mundo a sus pies.

Caminé más de dos kilómetros hasta llegar a un comedor que se llamaba Los diablitos. En el playón había aparcados, dos camiones 1114, (evidentemente de la misma empresa por sus colores y sus inscripciones, “Transporte el tata”) y dos autos de marca Renault 12, uno gris y el otro color crema oscuro.

Entré con el rostro entumecido por el helado ambiente exterior. Dentro, en una mesa, estaban los dos camioneros, uno flaco narigón y el otro bastante gordo y grasiento con pintorescas gorras verdes de John Deere. No había nadie más en el salón. En la barra, dos viejas tomaban en una taza de cerámica blanca con la inscripción del comedor algo caliente, no supe que era, pero lo deduje por el vapor que emanaba de ellas. En el extremo más alejado de la barra opuesta a la puerta, había una muchacha morocha con un vaso de vidrio entre sus manos, y el tipo que atendía el local, un tal José, lo leí en su camisa, me dio la gélida impresión de costumbre Yanqui, pero bueno, cada cual hace de su culo un colectivo, el que quiera subir, que pague boleto.

Me senté en una banqueta próxima a la puerta, me quité los guantes y los coloqué sobre el mostrador. El tipo de la barra que de paso le encontré un parecido a “Harry el sucio”, se acercó y con un insípido movimiento de cabeza que yo supe interpretar, me preguntó que deseaba.

-Un café, por favor-le dije mientras observaba alrededor. Los camioneros reían con estridencia, las viejas estaban abstraídas en un punto fijo del estante de licores y la muchacha, bueno ella era algo extraña.

-¿Cortado, simple o negro?-me preguntó Harry.

-Un café, como sea, pero que este caliente-le respondí.

-Ponlo en el horno, José-, terció burlonamente una voz a mis espaldas mientras se echaban a reír, rápidamente supe que era la de un camionero, no sabia si el flaco o el gordo.

Minutos después, Harry me trajo el café y lo colocó sin cuidado en la barra, derramando parte de su contenido. Uno de los camioneros se levantó y colocó una moneda en la maquina de discos, entonces una canción de Credeence comenzó a sonar. Creo que era “Roadin on a Rivers”. Sentí unos pesados pasos detrás y luego un etílico aliento en la nuca que llegó hasta mi olfato.
-¡José! ¡Ey José!, una cerveza más-dijo el camionero gordo, entonces el doble de “Harry el sucio” se volvió a perder tras la cortina del fondo. El tipo se acercó a la joven y le refirió algunas palabras que no pude escuchar.

Yo a todo eso, sorbía lentamente el café, que a decir verdad estaba frió. Con el rabillo de mi ojo derecho vi unas blancas manos moverse con frenesí, entonces giré alarmado. El gordo y la muchacha se habían trenzado en un manoseo asqueroso, me levanté rápidamente y tomé al camionero de la campera empujándolo hacia la barra, el tipo se cayó torpemente contra las banquetas en donde estaban las viejas. También creo yo, que si el hombre hubiera hecho pie, no habría sido para tanto.

-No te metás maricón de mierda-, me gritó con cólera el gordo. Yo no le contesté para no hacer más pleitos del que ya había. Volteé para preguntarle a la muchacha si estaba bien y ahí, solo ahí entendí todo. Era ella, “Morticia”, me había flechado hacía dos meses, y ahora estaba sucediendo de nuevo. Y era verdad, estaba en lo cierto cuando pensé que tendría la oportunidad de resarcirme. Ese era el típico momento en que la mujer dice, “dejalo tranquilo”, pero Morticia no dijo nada y comprendí que debía hacerme cargo de la situación, cualquiera fuese su desenlace. Yo era un muchacho que detestaba la violencia, creo que una sola vez me enredé en una riña, y fue por una chica. Recuerdo claramente que en los años de secundaria, me volvía loco de amor una joven llamada Anabella. Tenía una larga cabellera rizada y ojos color esmeralda. Jamás le había dirigido la palabra. Como era típico en esas chicas, salía con el arquero de la primera división de un equipo local. Habían disputado la final del campeonato regional y lo habían ganado, por ende su valor en el mercado juvenil había ascendido hasta lo más alto.

Entonces estaba yo una noche en un salón de billar tomando una cerveza, cuando Anabella entró llorando y se metió en el baño. En ese momento dudé si acercármele a consolarla ya que no era para nada tímido, o bien limitarme a observar. Miré a mí alrededor y solo había dos jóvenes jugando al pool que nada tenían que ver con ella ni conmigo.

Me precipité a la puerta del baño y aguardé a que saliera. A los pocos minutos su figura estaba pasando delante de mí y yo como un tonto no reaccioné. La seguí hasta el salón y la tomé suavemente del brazo, cuando lo hice, pude percibir el aroma de su perfume dulce pero no empalagoso. Me miró con sus ojos grandes y hermosos y me besó. Su lengua entro en mi boca y yo le obsequie la mía. Las piernas me temblaron, entonces al separar nuestras bocas ella se fue corriendo a su auto y jamás la volví a ver. Dos días después estaba yo saliendo del colegio y sentí un tremendo golpe en la mandíbula, vi grandes círculos blancos en medio de la oscuridad. Abrí los ojos y sentí el suelo debajo de mi culo petrificado. Ese día, Alberto, el novio de Anabella me dio una tremenda paliza que recuerdo hasta el día de hoy, me aflojó tres dientes y me cortó la oreja izquierda.

Tiempo después llegó a mis oídos que aquel beso fue la coronación de parte de ella, por un asunto de infidelidad por parte de él. Un amigo en común de ellos, estaba esa noche en aquel salón, tiempo después me enteré también, que Alberto había muerto en un accidente de motocicletas y Anabella estaba casada con un proxeneta y que su figura solo conservaba la sombra de lo que había sido en aquellos tiempos.

Harry salio de su penumbra y nos dijo algo como <> o algo por el estilo, no pude escucharlo bien. El gordo me invitó a salir y a mi no me quedó otra opción más que aceptar el duelo.

No iba a retroceder, y menos delante de “Morticia” que me miraba con sus profundos ojos negros. Yo esperé que el gordo tomara la iniciativa, entonces sin más se encaminó hacia la puerta y yo lo seguí. Automáticamente el flaco se levantó y nos siguió. Las viejas salieron espantadas, y ahí estábamos, el gordo y yo en el playón de comedor “los diablitos” con un frío que rompía todos los pronósticos. ¿Ya les dije que odio el frió no? Bueno lo odio.

Sentía un profundo deseo de matar a aquel tipo, eso me asustó un poco, ya que yo no soy partidario de la violencia, pero esa noche, alguien iba a salir lastimado y ese no era yo.

(¿A mi me dijiste maricón? Te voy a moler a piñas) pensaba mientras caminaba hacia la salida. Una vez fuera, la luna y los faros del comedor iluminaron la escena, entonces el gordo me lanzó un tremendo golpe a la cabeza que me rozó el pómulo, mis ojos lagrimearon, y giré en torno a él. Dejé que se acercara pues sus movimientos eran lentos y torpes, era más alto que yo, por lo que el alcance de sus brazos me mantendría a distancia.

Sentía deseos de matar, un profundo rencor me embargó por completo en el mismo momento en que le encesté una patada en las bolas. Lanzó un profundo gemido y se encorvó, di la vuelta y lo tomé por la espalda, directo en el cuello con mis dos brazos. Al arrodillarse, comencé a golpearlo con mis puños en los costados de la cara, y la sangre empezó a brotar violácea de su boca y nariz. El flaco me dio una trompada por atrás que me hizo perder el equilibrio y caí sobre la gramilla, las puntiagudas piedras se clavaron en mis rodillas, y por el costado más cercano de mis ojos vi nacer 16 centímetros de plata de una navaja. Volví a abalanzarme sobre el gordo que intentaba escapar gateando, y comencé a golpearlo nuevamente hasta que dijo “me rindo”.

(¿Me rindo? Las pelotas hijo de puta) escupió una voz gutural dentro de mi, y de mis entrañas nació una diabólica carcajada. El flaco me encaró con su navaja y con un movimiento de cintura lo eludí haciéndolo enterrar de bruces en las piedras. Se quedó inmóvil y pensé que había muerto, o se había dado la cabeza con algo, no me importó, si no estaba muerto, yo lo mataría después de terminar con el gordo grasiento que estaba casi occiso. De pronto sentí un estampido como un cañón, me detuve en el acto y vi a “Harry” con una escopeta doble caño apuntándome.

-Ándate de acá o llamo a la cana.

Me incorporé y me fui por el costado de la ruta, enfurecido, calculando cuanto tardaría en parar un auto, antes de que la policía llegara. Así seguí caminando a paso rápido, ni siquiera reparé en Morticia, pero creo que ahí estaba, en comedores “los diablitos” observando la riña con aires de superación.

-Ey-, sonó la dulce voz de Morticia detrás de mí. Ya había recorrido lo suficiente como para que las luces del comedor quedaran relegadas bajo la curvatura de la llanura.

-te olvidaste los guantes-, dijo con tono alegre, mientras que de su boca emanaba el halito blanco del invierno.

-Y gracias por lo de allá-, dijo. -Igual, no era necesario-, agregó autosuficiente.

-Igual lo hice por mí, pero de nada-, contesté sarcásticamente. Ella no contestó. Yo seguí caminando por el costado de la ruta y ella a mi lado. No podía creer que estuviera ahí, justo ahí, caminando a mi lado y sin razón. No giré ni siquiera para observarla y luego de un tramo preguntó.

-¿A donde vas?
-No sé.

-¿Cómo no sabés?, a algún lado vas-. No contesté y seguí mi camino. Unos metros después de la corta conversación, divisé una luz a lo lejos del horizonte, aguardé a que se dividieran y alcé el pulgar. Era una F-100 que pasó junto a nosotros como un viento. Al rato, de nuevo la luz, era un Ford Falcon Sprint color naranja que también pasó a la velocidad del sonido.

-¿Querés que yo lo intente?-preguntó. -Acordate que soy mujer.
-¿Si vos querés?-contesté.

Entonces elevó su majestuoso pulgar y el primer vehiculo que pasó por allí, paró sin más.

-Quedáte un momento acá-, dijo mientras se precipitaba hacia una camioneta, creo que era una Estanciera.

-Si, claro-, contesté con poco animo. Ella se inclinó hacia el vehiculo después de que el conductor o conductora le abriera la puerta. Al cabo de unos segundos, con su mano al aire me llamó. Me acerqué al coche y subí en medio del conductor y Morticia.

-Buenas noches-, dije con amabilidad.

-Muy buenas-, contestó el tipo con una evidente amargura. Creo yo que pensó que la muchacha estaba sola, al verme se quiso morir. ¿Que más podría pedir de una noche como esa? Una hermosa mujer haciendo dedo en medio de una ruta desierta. Le preguntaría donde iba, después de su contestación él le diría que hasta allí no llegaba su recorrido pero haría todo lo posible. Si, todo lo posible, ustedes me comprenden. Una noche extremadamente fría, la ruta desierta, y los psicóticos que andan por ahí. Seguro el tipo no tendría problemas en pagar un cuarto de hotel, entonces tendrían sexo furioso, o por lo menos él, no creo que Morticia sea así, pero nunca se sabe. Entonces la llevaría a donde ella vaya, pero primero se daría una ducha en el baño del hotel para quitar de su pecador y libidinoso cuerpo, los restos de infidelidad, y que su esposa, a la hora de su llegada, estaría de seguro durmiendo para a la mañana temprano salir a trabajar y más que seguro, le había dejado apoyada en el respaldo de la silla, la ropa recién planchada para el nuevo día laboral. Muchas mujeres acceden por kilómetros al sexo, he sabido de muchas, se los aseguro.

-Me llamo Carlos-, dijo el tipo mientras extendió su mano hacia mí. Yo le dije mi nombre y Morticia le dijo el de ella. Claro que no se llamaba Morticia, su nombre era Bella, Y hacía un buen honor a su nombre. Yo al oírlo quedé estupefacto.

Al tomar la mano del tipo noté su extremidad demasiado fofa, si, yo odio a los tipos que te dan la mano sin interés, era como una botella plástico con agua caliente. De vez en cuando nos cruzábamos algún vehiculo que venia, pero por lo general a nadie, más allá de que aquel tipo manejaba como alma que la lleva el diablo, y yo, que soy medio cagón, iba aferrado al asiento pero sin que Bella lo notase, eso si.

El auto olía a meo, si si, como lo leen, a orina, no sé si de perro o que carajo, pero era realmente asqueroso. Quizás el tipo dejaba que su animal se subiera al auto, o si dejaba que lo hiciera en él. Y para completarla se había acomodado de lado y con la mano libre se rascaba la entrepierna como si buscara algo suelto dentro.

-¿Cómo dos jovencitos como ustedes están viajando solos y a esta hora?-Preguntó Carlos mientras aferraba el volante con sus botellas de agua tibia.

-Es que vamos a visitar a mi tío-dijo Bella con actitud bastante convincente. Yo no reparé en ello, pues también hubiera dicho lo mismo si me habría preguntado a mí.

-Por cierto, ¿Dónde van?-dijo y se rascó otra vez las pelotas.

-Vamos a la capital-dije yo, -pero no es necesario que nos lleve hasta ahí.

-No, si tan lejos no voy, pero los arrimaré hasta donde más pueda.

Entre el claro de la luna, podía ver su perfil, oler su aroma y sentir el miedo a nosotros. No era yo, realmente él lo sentía, y por ende yo lo percibía.

(¿No será uno de esos asesinos que después de matarte venden tus órganos?) Pensé, y vi como masajeaba el volante, como nervioso, lejos de una casualidad del destino estaba todo aquello, pero estábamos ahí, y yo como hombre debía hacerme cargo de la situación, otra vez.

Bella no decía palabra alguna, noté su miedo y también las manías del tipo. Entonces comprendí lo que sucedía cuando Bella le dijo al tipo mientras este se rascaba una vez más las pelotas con frenesí.

-Somos pareja, y queríamos hacer este viaje juntos-dijo ella mientras me tomaba la mano, ahí sentí algo rígido y largo entre la misma. Me aferré a él y luego al darnos la luz de un vehiculo que nos enfrentó, lo miré. Era un lima uñas, su lima uñas. Primero no comprendí, pero al pasar los kilómetros lo hice. Casi al llegar a destino, el tipo nos dijo que era una pena no poder llevarnos hasta donde íbamos, le dije que no había problema y que nos había dado un buen aventón.

Disminuyó la velocidad y se apartó de la ruta, descendiendo a la gramilla de la banquina. Mi nerviosismo disminuyó considerablemente al culminar aquel viaje, extendió su botella de agua caliente hacia mi y yo le estreché mi mano, entonces hizo lo mismo con Bella, pero a ella la retuvo, y fue ahí que se nos vino la noche.

Mi brazo, en un semicírculo voló por el aire arrancando el pinito aromatizante del espejo retrovisor y su sangre explotó sobre el volante. Le incrusté el lima uñas en la traquea, si como lo ven, acabé con un psicópata que quizás hubiera hecho de las suyas con otros autostopistas, pero de seguro créanme, habría abusado de Bella si yo no hubiese estado allí. Por suerte su sucia sangre no tocó mi ropa, si no se habría puesto peor la cosa.

Entonces desviamos el auto hacia la oscuridad, y apeamos el cadáver todavía caliente del tipo. Lo ocultamos en un matorral de zarzas de la banquina, tomamos el auto y nos marchamos ruta arriba, hacia capital, con la sensación de haber hecho algo bueno por los viajantes carenciados. Bella me observaba con agradecimiento, yo no dije nada pero me sentí orgulloso de mi mismo, por primera vez en mi vida.

Habíamos avanzado más de una tercera parte del recorrido hacia nuestro supuesto destino. Bella se mantuvo en silencio, yo, la observaba de tanto en tanto. Sumido en un limbo de imágenes de las cuales la de mi madre había acaparado toda la escena, prestaba poca atención al camino. Llegó la parada de peajes, busqué en mi bolsillo el dinero para pagar el mismo pero no hallé nada. Me pareció extraño, pues yo contaba con una módica suma al iniciar el recorrido, es más, aun guardaba un billete de dos pesos donde en el rostro del prócer, había dibujado unos mostachos de lo más mexicanos, no los tenia.

Paré en la barrera de color amarilla y negra y Bella extendió su mano hacia mí, me estaba dando el dinero, lo tomé sin reparo y al alcanzárselo al muchacho de la cabina pude observar en él billete, los mostachos mexicanos, ¿pero que podía esperar? Ya nada me habría de extrañar.

Avanzamos nuevamente hacia la oscuridad de la ruta, habremos recorrido unos dos kilómetros cuando la parte trasera de la Estanciera comenzó a balancearse de un lado a otro. Frené en la banquina, me apeé y con un palo que encontré en el asiento del tipo, golpeé las cubiertas hasta llegar a la izquierda de atrás, estaba pinchada. Maldije un buen rato hasta que me decidí a cambiarla, maldición, no tenía auxilio, reventé de ira pateando el guarda barros. Bella también bajó al verme tan nervioso. Busqué en el compartimiento trasero de la misma y encontré un gato hidráulico y una llave cruz, entonces comencé a desajustar la rueda con bastante calma. Era increíble como los rostros de aquellos dos tipos se habían borrado de mi mente. El gordo del comedor “los diablitos” y El tipo que se rascaba las pelotas, que por ese entonces me preguntaba si lo habrían encontrado, y de ser así, toda la policía de la provincia nos estaría buscando.

(Que me importa) cantó la voz gutural, mientras Bella se acomodaba de rodillas a mi lado y me miraba con sus ojos negros que nada tenían que envidiarle a la noche. Dios santo, esa mujer era hermosa, tendrían que haberla visto para saber realmente de que les estoy hablando.

-Carajo Víctor, ahí viene un auto-, me dijo Bella sobresaltándose.

-Hagámosle señas, quizás nos de una mano-, respondí yo mientras dejaba la llave cruz a un lado de la rueda y me limpiaba las manos en las mangas de mi campera de cuero, total, ¿Qué le hacia una mancha más al tigre, no?

-Hacele señas vos que tenés más suerte que yo en esto-, le dije con timidez, ella lo hizo sin reproches.

Mientras las luces del auto se acercaban, mi corazón empezó un febril tamboreo, no sabia por que lo hacia, pero era real, créanme. Y ya no pude creerlo cuando aparcó en la banquina delante de nuestro vehiculo.

-qué cagada-, dijo Bella. -Es un poli-. Mientras me colocaba entre las manos la llave cruz. Yo la miré atentamente a los ojos en medio de la noche y supe que hacer, nuevamente.

Pude observar sobre el techo, las sirenas apagadas del móvil policial, y también maldije. El tipo descendió del mismo y avanzó lentamente hacia nosotros. Hubiera sido más fácil disimular y pedir amablemente auxilio, pero no, siempre no.

-Dale con la llave-, me dijo ella con naturalidad en voz muy baja, pues el poli se estaba acercando, ¿la verdad? No encontré en ese momento la gracia de golpear al tipo. ¿Pero si había descubierto el cuerpo? ¿O si el gordo nos había descrito por aquel altercado en el playón del estacionamiento? Ella tenia razón, no debía exponernos ante aquel individuo, mejor seria golpearlo, si, eso seria mejor.

-Buenas noches, chicos-, dijo el uniformado, era un hombre rustico y flaco, de esos que los lleva el viento. Yo blandí la llave con fuerza.

-Linda noche para pinchar ¿no?-, agregó con un tono algo depravado el cual me enfureció, Bella se echó a reír.

-Es la mala suerte que nos acompaña-dije con serenidad, sin dejarle entrever mi enojo.

-¿En que les puedo servir?-preguntó el policía.

-No se moleste, solo hay que cambiar la cubierta y ya-dije mientras me agachaba para seguir aflojando las tuercas de la rueda. En verdad no tenia intenciones de hacerle nada, pero en aquel viaje sucedieron cosas realmente increíbles.

-¿Qué le paso a su ropa señorita?-dijo el policía a Bella girando para verla a los ojos.
-Nada, ¿por qué?-contestó ella nerviosamente, y ahí, justo ahí, tuve que volver a hacerme cargo de la situación. Sin pensar demasiado le asesté un golpe en la cabeza al policía con la llave cruz, la sangre ahora si me salpicó el rostro y la ropa, no me importó demasiado, esa si había sido una muerte innecesaria. El tipo cayó pesadamente al suelo y convulsionaba mientras que de su boca, brotaban pequeñas burbujas de sangre y oxigeno, Bella también estaba empapada en sangre. Lo observé por un instante y dije.

-Agarremos el patrullero-. Bella no dijo nada y salio corriendo hacia el auto como alma que la lleva el demonio. Yo la seguí, pusimos en marcha el móvil y volvimos a ponernos en viaje, esta vez, pensé, llegaremos a destino.

Bella en la oscuridad de la carretera, buscó a tientas un trozo de tela que encontró debajo de su asiento, yo no pregunté nada. Lo humedeció con su saliva y se limpio el rostro, luego comenzó a frotar el mío, puesto que yo lo tenia bastante manchado con la sangre del policía, que para esas alturas ya estaba seca. El transmisor del móvil comenzó a emitir una interferencia y luego desde la base de comandos alguien habló.

-<>-. La observé en el acto y cuando iba a apagarla Bella me sostuvo la mano.

-No, quizás digan algo de los otros-dijo y extrajo de su bolsillo una caja de cigarrillos roja y blanca. Sacudió el paquete y me ofreció uno. Muy rara vez fumaba, en ciertas ocasiones encendía uno, le daba dos o tres pitadas y lo tiraba. En aquel momento no me apetecía fumar.

-Quizás más tarde-, le dije.

Tomó un Marlboro, lo colocó en sus labios, guardó la caja y extrajo un encendedor cromado imitación Zipo. Con el pulgar dio un sutil envión y la tapa se abrió, con el mismo dedo hizo rodar la rueda y la lumbre encendió el tabaco produciendo una pequeña llamarada naranja y el humo llegó hasta mí. La miré apaciblemente cuando la luz del cigarrillo le contorneó sus hermosos rasgos, la verdad y no les voy a mentir, aquel hecho me produjo una erección nunca antes vivida, la cual me colocó en una situación bastante incomoda.

-¡Por Dios Víctor! Mirá lo que encontré-, exclamó ella doblando su cuerpo a los asientos traseros, yo me tapé la entre pierna con la mano. Y puso ante mis ojos una fulgurante Itaca de dos caños como la de “Harry”, el del comedor.

-Por Dios Bella, guardá eso-, dije sobresaltado. Ella no me hizo caso alguno y comenzó a buscar en el torpedo del auto, algo que no sabia yo que era en realidad.

-¿Qué buscás?-, pregunté mientras observaba a lo lejos, unas luces reflectarías de aparentemente, dos conos señalizadores.

-Cartuchos-, me respondió de lo más tranquila.

-¿Y para que queres cartuchos?-, espeté.

-Por las dudas-, contestó mientras me observaba con placer y en sus manos, sostenía la caja de municiones del arma.

Realmente aquella noche íbamos como locos en la patrulla, tranquilamente podríamos haber muerto en el viaje, pero no sucedió, quizás hubiera sido lo mejor.

Las luces se iban acercando, o mejor dicho, nosotros nos acercábamos a paso agigantado. Bella guardó el arma y frente a nosotros en medio de la ruta efectivamente había dos conos con luces reflectarías y detrás de ellos, una camioneta de una empresa de electricidad.

Frené en medio de la oscuridad y uno de los dos empleados que allí se encontraban se acercó a mi lado de la ventanilla, el otro se quedó apoyado en el capó de la camioneta.

-Tendrán que dar la vuelta, tenemos un cable de tensión caído y está perdiendo electricidad- dijo el tipo en forma explicativa.

Observé hacia delante y vi lo chispazos que hacia el cable mientras viboreada en el suelo. Entonces sin decir nada más y sin esperar mi respuesta, el tipo se volvió a donde estaba su compañero. Yo tomé el arma, cargué la recamara con tres cartuchos y guardé tres más en el bolsillo de mi campera. Salí del móvil y me dirigí hacia la camioneta de la empresa con mi mejor semblante, los tipos al verme se acercaron diciendo que retroceda o podía ser peligroso. Vieron lo que llevaba entre mis manos pero fue demasiado tarde para ellos.

Mi mente se bloqueó en ese momento pero me permitió conservar la lucidez, y aferrando la escopeta con fuerza disparé sin titubeos al bulto más cercano. El polvaderal de tierra voló delante del tipo y el olor a pólvora se metió por mis dilatadas fosas nasales suscitando en mí, un recuerdo bastante enterrado y distorsionado. Entonces vi a mi padre tendido boca abajo en medio de un charco de sangre con un Smith and Swetson del 38 en su mano derecha. Yo no tenía más de 9 años cuando lo hallé en la sala de estar una mañana. Entonces, la pólvora del disparo lo despertó con gran fuerza.

Volví a disparar al otro tipo que a esas instancias había salido huyendo por en medio de la ruta oscura y terrorífica. Lo perseguí sin ánimos, pues ya ni representaba una amenaza para nosotros, entonces lo dejé. Al pasar por donde estaba tendido el tipo que recibió el primer disparo, observé su pierna pendiendo de un tendón, no me dio asco ni nada, pero el tipo aun seguía intentando escapar ¿se imaginan?

Me adelanté y esquivé el cable que largaba una serie de chispazos para todos lados. Entonces regresé y me detuve frente al herido, él me miró unos segundos y sentí una lastima absorbente. Levanté el arma, apunté a su cabeza y disparé. Su masa encefálica me baño los zapatos.

Giré hacia donde estaba la patrulla y en un segundo, tenia a dos patrullas más detrás de la mía, sus ocupantes bajaron y me apuntaron con sus armas. Bella se quedo inmóvil dentro. Yo arrojé la escopeta, me arrodillé mientras los policías me gritaban, y me tapé los ojos con las manos llenas de sangre seca.

Abril 2008

Esta es una noche de mucho calor, por poco me hacen creer que todas aquellas horribles cosas las cometí yo. Fíjense que estupidez, el flaco declaró en el juicio que yo iba solo, y también que fui yo quien comenzó la riña. También el empleado de la empresa de electricidad declaró que yo iba solo, ¿O quizás no habían visto a Bella? No lo creo, todos la vieron, yo no estoy loco, ¿no es cierto que no estoy loco? Aunque el informe medico haya dicho lo contrario, yo se que no es así, lo adulteraron.

Mierda, otra vez el ruido de las paredes. Voy a suicidarme ¿saben? Y ¿saben otra cosa? Esta crónica me ayudó a aliviar el yugo, si señor. Ha pasado mucho tiempo desde aquellos sucesos desgraciados, y creo que lo fueron solo para mí. Le pondré a estas paginas “diario intimo” ¿no se han dado cuenta? Siempre cuando alguien encuentra esta clase de libros póstumos, es una atracción irresistible abrirlos y leerlos, entonces si ustedes logran leer estas líneas quiere decir que las palabras “diario intimo” surgieron efecto.

Lo importante para mi es saber que a través de estas líneas ustedes piensen que no estoy loco, y sé que lo estarán pensando en este momento. Ya tengo todo planeado. Mientras siguen estos malditos rumores en las paredes y las rejas, yo viajaré a un lugar donde nada ni nadie me molestara jamás, en especial mi padre, si, ese hijo de puta estúpido cobarde.

-¨La mitad siniestra¨-, había dicho el fiscal en el juicio. Pero de que ¨Mitad siniestra¨ me habla esta gente.

Hace calor esta noche, estoy en calzoncillos terminando de escribir esta crónica, los ruidos de las paredes me están matando, no me gustan, yo no estoy loco y lo sé, me voy a suicidar, eso es un hecho, aunque aun la ame todavía, pero este mundo es un pañuelo y me dará la oportunidad de resarcir mi estúpida conducta, de eso estoy más que seguro.
FIN…

Es

Acerca de José Petracca

Novelista, cuentista y guionista de TV
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