La mujer del cabello en forma de armazón
miró desorientada hacia la dirección del sol, cegada.
Por un instante sus pupilas se contrajeron hasta sus límites
y después otra vez la calma del mediodía.
Lejos, muy lejos, el chico de la campera
la esperaba desde hacía horas,
contando, en una nebulosa de alcohol,
las veces que iba a amarla.
Ella sufría la desazón de un abandono,
y en realidad creía que el chico de la campera
ya nunca la buscaría.
Eran esas cosas que le ocurrían de vez en cuando.
A la hora de volver a su habitación,
se miró en el espejo roto de un camión estacionado,
y vio esos ojos que no recordaban nada
hasta que de su piel cayeron, otra vez, viejas escamas rosas.
El chico de la campera decidió buscarla
como si en eso se le fuera el último sueño
y se subió a su camioneta manchada de barro
junto con el ramo de flores que había comprado.
Cuando la vio no hizo falta hablar,
porque las palabras se habían agotado
hacía mucho tiempo.
Ellos ya no estaban bajo la losa del lenguaje.
Comprobó entonces que un disparo
al centro de su estómago
no le producía todo el dolor que necesitaba.
Sus manos sudorosas dejaron caer el arma caliente
sobre la cama desarreglada en la que ella,
escamas rosas
cabello en forma de armazón,
se hundía.
El frío, al fin, iba calando sus huesos
hasta transformarlos en un laberinto conocido y,
por última vez, recorrido.
Se dedicó a esperar,
la vista fija sin poder mirar nada más
que el tamaño de sus dedos sobre la herida.