Elegimos un mal día para encontrarnos, no lo sabíamos, fue el destino, el azar, la casualidad. Y ahí estaba yo. Llegué con el pantalón arremangado hasta las rodillas, sin medias y con los zapatos en la mano. Le pedí al mozo un poco de algodón y alcohol porque me hice un tajo con algo que no vi cuando crucé la calle. Belgrano se inunda cada vez más seguido, debí tenerlo en cuenta. Pero se me había ocurrido que, a pesar de todo, ella iba a venir igual.
Iba a llamarla para que no viniera, pero creí que iba a pensar que se trataba de una excusa; hacía bastante que no lográbamos coordinar un encuentro y esa era una oportunidad que no quería desperdiciar.
Pedí un cortado y esperé. De vez en cuando miraba a la calle a través del vidrio de la puerta, como un perro esperando encontrar comida; la vidriera del bar estaba tapada de gente que se resguardaba debajo de los toldos. Era una locura pretender que ella viniese con semejante tormenta. Si la llamaba para cancelar la cita, me lo iba a agradecer. Pero consideré que directamente no vendría y listo, para qué poner la cabeza en la picota llamándola, si no era necesario justificar algo tan evidente. De cualquier manera tenía que quedarme al menos hasta que el agua de la calle bajara un poco, como para cruzar hasta la parada del colectivo.
Traté de tranquilizarme, pero la imaginaba dando vueltas por la casa, ansiosa, sin saber cómo hacer para llegar a la cita. Calculé que se había tenido que quedar adentro con el marido al lado. Tipo pintón el marido, un rugbier. Nos conocimos en el cumpleaños de un amigo en común. En esa reunión todos habían tomado bastante, yo no tomo alcohol por mi medicación. Ella estaba demasiado simpática conmigo, me di cuenta en seguida. Pasar no pasó nada, pero era lógico, estaba el marido ahí, y mi mujer. Aproveché un momento en que nos quedamos solos, usé mis mejores recursos para el sí y le pedí el teléfono. Me dio un número que después tuve que rastrear entre conocidos porque no lograba comunicarme. Y lo conseguí.
Desde entonces la llamo para que nos encontremos a solas; un café, un trago y si ella quiere, algo más. Pero, a pesar de mi disposición, nunca pudimos. Al principio ella me cortaba apenas escuchaba mi voz, después ponía la excusa del marido, claro, tenía miedo de que se enterara. En un par de meses se animó y empezó a aceptar mis citas. Pero jamás apareció. Ya van tres meses. Los tengo contados.
Llegué a creer que me estaba evitando. Estaba seguro de que si no me atendía era porque no podía contestar. En cada llamado siempre fui cauto y directo, quería verla, lo necesitaba, era una cuestión de honor ahora. A veces, ella solamente esperaba en silencio y cortaba. La última vez me dijo que dejara de molestar porque se iba a enterar el marido. Pero ella no quería eso, por algo no se lo había dicho todavía. En su voz notaba la duda, las ganas de que la siga llamando. Volví a darle lugar, fecha y hora. Ella tenía ganas, estaba seguro, yo escucho lo que las mujeres no dicen y soy paciente para esperar a que caigan vencidas ante mi perseverancia.
En la calle, la lluvia se burlaba de mi ansiedad. Me pedí otro cortado, agarré el diario y cada tanto levantaba la cabeza para mirar un poco a ver si aparecía. Pero había pasado una hora, ya no iba a venir.
Me calcé otra vez cuando paró de sangrarme el pie. Me molestaba bastante la herida. Escuché la voz de mi mujer diciéndome maricón, y tengo que reconocer que tiene razón. Estoy hecho para recibir heridas y sufrirlas. Esa mujer me enloqueció con sus evasivas y yo me empeñé más en conseguirla, fue su estrategia y yo usé la mía.
No sé cómo ni en qué momento entró el rugbier al bar y me rompió la mandíbula. Estuve un par de meses con la boca cosida, maxilar con maxilar. Me enteré que el tipo estuvo un par de días en cana y eso fue todo. Llegamos a un buen acuerdo.
Volví a llamarla en cuanto pude hablar. Si algo rescato de mí, es que no acepto un no como respuesta. Porque si yo estuve ahí, esperando entre tanta gente, ella también pudo haber ido y aclarar las cosas sin necesidad de tanta violencia.