El tipo de la esquina

Esa noche íbamos a un reencuentro de amigos de la infancia. Nos habíamos perdido de camino al camping y no esperábamos encontrar a alguien que nos orientara. En un pueblo casi desierto, cercano a un río, a esa hora de la noche, en una esquina justo frente a un campo de yuyales amarillentos, encontramos a un tipo sonriente, parado como esperando algo o alguien en medio de la nada.

Gustavo nos pasó a buscar de a una, le quedaba de camino así que combinamos para ir juntos los cuatro que cabíamos en su auto. Nos conocemos desde que íbamos a la escuela primaria así que, cuando nos encontramos, nuestro comportamiento sufre un retroceso de años y somos como chiquilines nuevamente. Estábamos muy entretenidos conversando, riéndonos y no nos dimos cuenta que no sabíamos cómo llegar. Nos desorientamos. Buscábamos un acceso al río, íbamos a un camping a orillas del Paraná y no encontrábamos la bajada en la zona de barrancas.

No había carteles indicadores, o no los vimos aunque la noche era clara. El aire estaba húmedo, con una calidez inusual para el otoño y no nos molestaba tener los vidrios bajos para ver mejor.

-Llamemos a Diego que es el que eligió el lugar.- Dijo Jorgelina, desde el asiento de atrás. -¿Tenés el número?- me preguntó.

Lo llamé y se lo pasé a Gustavo que iba manejando con mucho cuidado por una calle de tierra en muy malas condiciones. Nos habíamos pasado. No. No nos pasamos. Ah, esa era la calle, volvamos. No, no tiene cartel. ¿Cuál pavimentada? Y terminamos en el mismo lugar desde donde habíamos partido. A Sabina se le ocurrió que podíamos esperar a Silvana, que por la ruta venía atrás nuestro en su coche y seguramente ella se iba a dar cuenta por dónde ir. Esperamos unos veinte minutos. Demasiado. Como hablábamos tanto el tiempo pasó muy rápido. Llamé a Silvana.

–Ya está en el camping- les dije.

A Gustavo se le ocurrió volver a la ruta y retomar el camino hasta un lugar que pudiésemos tomar como referencia. Aparentemente había dos alternativas que no habíamos tenido en cuenta en una diagonal. Llegamos a ese punto.

-Silvana me dijo que agarrés por la calle de la derecha- dije.

Gustavo tomó entonces por esa callecita angosta, bordeada de yuyos altos y nada más que la luna colgando allá arriba. Y tuvimos que parar, porque el camino se terminó. Nos quedamos los cuatro mirándonos como esperando alguna idea brillante, pero lo único que brillaba era ese tipo en la esquina.

-¿Y ese?- Me sorprendí. Un hombre estaba ahí en medio de la nada como esperando que lo pasen a buscar para ir a un boliche, o simplemente por si pasaba alguien. Lo pudimos ver por las luces del auto. Zapatos, campera de cuero y peinado bien brillosos. Y un gran anillo de oro, de esos que se usaban hace muchos años, con una llamativa piedra roja rectangular.

-Mi viejo tenía uno de esos.- Comentó Jorgelina después, cuando estábamos cenando. Nos dimos cuenta que los cuatro nos acordamos de nuestros viejos cuando le vimos el anillo al tipo. Pero ninguno habló más del asunto.

Parecía que hacía años que estaba esperando, sonriente, como si estuviese preparado y listo para un gran encuentro. Era una combinación de Carlito Brigante con muchacho de barrio preparado para su primer baile. Y estaba ahí, parado frente a un campo de pastos recios. Parecía que tenía frío. Levantó los hombros, se sopló calor en las manos y las metió en los bolsillos del abrigo empujando hacia abajo con gesto nervioso, como ansioso.

Nos miramos y sin pensarlo demasiado, Gustavo acercó más el auto y desde la ventanilla le preguntó.

-Disculpá flaco, ¿dónde queda el Club Náutico?

Y la pregunta fue como un regalo que le cambió el gesto de simpatía en uno de franca alegría.

Se acercó. Tenía los ojos húmedos, nos miró, me miró, se aclaró la voz, confirmó su aliento a menta, nos dio la indicación que necesitábamos con pelos y señales y nos dijo: -¡Gracias!

Nos descolocó que nos agradeciera. Nosotros debíamos darle las gracias.

El tipo de la esquina, era igualito a mi viejo, vestido como estaba aquella noche de su fatal accidente hacía treinta años, cuando se desbarrancó con el auto volviendo de un asado con amigos. Pero no dije nada. No quise asustarlos y arruinarles la noche.

Acerca de Patricia Mónica Ferreyra

Rosarina, nací en el '69. Profesora de enseñanza primaria. Tengo algunas publicaciones pero casi todo está en mi blog Cosas del Ánfora Etrusca, allí comparto las columnas que publico en un periódico local, y textos variados, excepto mi primer libro (de difícil clasificación, tal vez dudosa) Biografía breve desautorizada de Epaminondas Chazarreta, de edición de autor, 2011, disponible gratuitamente en internet http://epaminondaschazarreta.blogspot.com.ar/ La segunda novela corta la publiqué solamente en la web, en http://soy-la-juana.blogspot.com.ar/ bajo licencia de Creative Commons, con el título Soy la Juana; decisión que tomé luego de no ganar otro concurso y con la convicción de que me es necesario obtener críticas constructivas. Hice un taller creativo literario con Carina Acosta y continúo como tallerista con Marcelo Costa, de Texto Sentido Rosario. Mis referentes: Poe, H. Quiroga, Cortázar, Dolina, Carina Acosta (Anata Nakami), entre otros.
Esta entrada fue publicada en Poesía. Guarda el enlace permanente.

Deja una respuesta