EL PINTOR

Abrió el libro en la segunda página. La habitación se encontraba saturada del atardecer violáceo de un Marzo con olor a frío.

Acarició los trazos con los dedos, como si desparramara arena seca. Conocía de memoria lo que estaba escrito, un nombre: Ricardo Barros, simplemente, un nombre.

La firma era noble, intensa. Con la punta de su índice acarició una vez más la vieja suavidad del papel con su rastro de tinta, mientras sus labios repetían en un susurro: te guardaré siempre…

Ricardo Barros había llegado a la ciudad de Tortugas hacía más de una década. Una moto por toda pertenencia y una carpeta que sobresalía de una gastada mochila. Se había presentado ante el escritorio municipal donde Estela organizaba la escasa actividad cultural del lugar.

-Me manda Gorostiza…

Desde un principio la enojó el hecho de verlo tan maleducado y tan seguro de sí mismo. El señor Gorostiza le había telefoneado aquella mañana:

-Estela, encanto, le mando un estudiante avanzado de Bellas Artes, atiéndamelo bien, con él abriremos el ciclo de pintores jóvenes…

-Como no, señor Intendente. Había sido su única respuesta.

No quiso cuestionarse qué extraño parentesco o deuda sin saldar habían logrado que Gorostiza recomendara primero, a alguien de la capital, y segundo… ¡con esa traza!

Como Estela se lo había quedado mirando sin saber si le molestaba más la interrupción o ese mechón de pelo que caía sobre unos increíbles ojos del color de la pura miel, Ricardo sacó su carpeta y la abrió desparramando dibujos de colores sobre el escritorio prolijamente ocupado, desalojando a su paso papeles que ella se encontraba completando, y haciendo tambalear un esmirriado florero de vidrio.

-Quisiera, si es posible, entregar mi trabajo sin manchones, le expresó, conteniendo lo que se estaba convirtiendo en ira.

Él, por toda respuesta, se inclinó sobre sus bocetos, colocó una mano sobre la de Estela y mirándola con descaro, contestó:

-Vuelvo más tarde. Y sin esperar respuesta, salió, dejando sus pinturas durmiendo en desorden.

Cuando sonó el timbre de salida, el personal municipal se preparó para partir. Como era costumbre, ella era una de las últimas, en varias ocasiones se había encontrado cerrando la puerta principal.

En cuanto cruzó la galería lo vio, esperándola apoyado en su moto. Nunca supo explicarse cómo fue que terminó cenando en aquel discreto comedor de la ruta, ni cómo terminó en sus brazos tan sólo unos días más tarde.

Toda ella aprendió en poco tiempo a contestar ese llamado maravillosamente químico que tiene lugar entre dos personas. Pudo conocerlo, estudiarlo, amarlo, saborear su piel y su talento, disfrutar su espontaneidad sin lugar a verbos como considerar, medir, pesar o especular.

Un don es una luz que no se puede ni se debe apagar, es un regalo del que muchos toman…

-Vamos, ¡es sólo Buenos Aires!, ¡cuando no nos demos cuenta, estoy de vuelta!, dijo, absolutamente convencido.

Pasaron doce años…

Los primeros días, se alegró al leer sus éxitos a través de los diarios, mientras todas sus actividades giraban alrededor de un enmudecido teléfono. Comenzó a armar una carpeta con los recortes de revistas, que más tarde abandonó y un día cualquiera tiró a la basura, arrojando con ella, su última expectativa.

Cuando escuchó que entre los que iban a estar firmando ejemplares en la Feria del Libro este año, figuraba el famoso pintor Ricardo Barros, decidió que era el momento de salir de su cono de sombra. Preparó un pequeño bolso y partió.

Una larga fila esperaba paciente con los libros en las manos; “Creaciones” casi agotaba su tercera edición.

Sobre una mesa discreta descansaba un atril con su nombre, y allí se encontraba, inclinado sobre firmas y dedicatorias. El tiempo había jugado con él, sin embargo, sus mismas manos fuertes se movían con personalidad, su piel seguía bronceada y firme, como ella lo recordaba… Un súbito ataque de pánico la obligó a retocarse innecesariamente el cabello y a querer correr de allí, sintiéndose vieja y hasta mal vestida, pero en ese momento, la mesa colmada de folletos de la editorial le daba la bienvenida…ella era la que seguía.

Sin siquiera mirarla, tras su mechón de pelo, ahora algo nevado, tomó su libro y garabateó con firmeza, devolviéndoselo con una sonrisa incorporada e indiferente.

Ya en el hotel, ella, acariciando esos trazos, invadida por la media oscuridad del cuarto, pensó por qué no se había dado a conocer… no supo qué contestarse. Quizás fuese mejor así…

El sonido del teléfono le pareció lejano, molesto; le quitaba la intimidad de sus preguntas sin respuestas. De mala gana contestó.

-¿Señorita Pratt?

-Mmmsiii…

-En la recepción hay un señor que desea verla. Su nombre es Barros, el pintor.

Acerca de Patricia Bottale

Profesora de Historia. Investigadora área de historia y literatura de la Universidad Católica de Rosario. Escritora: ensayos, antologías, narrativa y poesía. Colaboradora de revistas nacionales e internacionales. Directora de los talleres literarios de escritura en la librería El Ateneo, en el espacio de diseño y cultura“Si supieras, vida mía” y en Sancor Seguros, Broker del Boulevard. Responsable de los micros de literatura de los programas de radio y TV. Escritora de prólogos y correctora de libros. Cursos de Redacción Bolsa de Comercio, Fundación Libertad, Colegio de Escribanos (Rosario y BsAs), y Taller Literario en Patio Bullrich BsAs. Su último libro fue prologado por el escritor Marcos Aguinis, y es autora de la obra “Un lugar para Francisco”, Gala del Bicentenario.
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