La tarde filtraba invasores rayos de luz en el salón de clases. Sobre las gradas, en los bancos agregados a último momento y hasta apoyados en las paredes y sentados en el borde de las viejas ventanas, los estudiantes universitarios se apretujaban por tomar notas y no perder ni una palabra de aquel hombre, que bajo el cargo de Titular de la Cátedra de Literatura, les hacía, simplemente, la vida más bella.
Yo no trabajo como profesor, solía comentar, soy profesor.
Y así era, todo en él enseñaba, despertaba un testimonio viviente y cierto grado de envidia entre sus colegas que no comprendían cómo podía recitar obras completas de memoria y aun escribir poemas de una musicalidad que sorprenderían a Lorca.
Ese año, la Dirección de la Universidad se encontraba abocada a organizar una serie de agasajos en su honor, por haber sido nominado al Premio de Literatura Contemporánea del Instituto Shakespeariano, que sólo se expedía cada diez años, y que tenía en cuenta para la nominación, algo más que antecedentes editoriales.
Él era el firme candidato, y un honor académico para la ciudad, si llegaba a ganarlo.
Sin embargo, ajeno como de costumbre a cualquier celebración que no partiera de los afectos, cuando el sol se retiraba discreto, él hacía lo propio, juntando libros y apuntes, ante el desencanto de aquellos que fascinados por su sabiduría y humildad -fórmula increíblemente mágica para abrir corazones-deseaban continuar sin horario de salida.
Esa tarde, movía sus manos en el aire, explicando porqué era tan maravilloso descubrir el alma humana a través de un verso, cuando de pronto, se detuvo. Su vista fija en la humedad del techo, sus manos cayeron a los lados de su cuerpo rígido, el silencio se hizo incómodo, el tiempo se había detenido.
En el interior de su cabeza, pedazos de algodón luchaban por acomodarse; por alguna inexplicable razón veía cientos de ojos mirarlo, sin poder afirmar con seguridad dónde se encontraba. Su cerebro enviaba sólo una orden: “decí algo…” Pero, ¿sobre qué?, ¿qué es lo que esperaba de él toda esa gente?
“Decí algo…”
Entonces, al borde del pánico, balbuceó:
-Me quiero ir a casa…
Y como empujado, salió, dejando inertes sobre el escritorio sus propios viejos libros sin guardar.
El rumor se extendió con rapidez, algo extraño y sin sentido había cobrado vida en el profesor Ugarte. Su carácter se volvió áspero día tras día y sus lagunas mentales amenazaban con dejarlo inanimado con frecuencia. Cortaba frases inesperadamente y abandonaba aterrorizado las clases que tanto había amado. El director y amigo personal y algunos colegas comenzaron a estudiarlo, en un principio restándole importancia, luego con cautela, más tarde, alarmados. Sin familiares a quien recurrir, el señor Forsatti en persona le rogó que consultara a un profesional.
Por fin, él mismo, en un escaso momento de lucidez, confesó su temor y, escoltado por uno de sus alumnos, se sometió a una larga serie de estudios, tras lo cual, fue citado una tarde cualquiera.
Le transpiraban las manos, sentía brotar en lo profundo de su cuerpo un ser agresivo que él no conocía y, a la vez, lo elevaba más allá de cualquier circunstancia terrena, material, mezquina. Ahora apretaba el brazo de su ocasional acompañante y al cabo de media hora ya había preguntado dos veces para qué estaban allí.
El diagnóstico fue entregado con tristeza, prolijamente.
-Es una enfermedad que se encuentra en estudio, su evolución depende de cada paciente. Lo único que sabemos con seguridad es que es irreversible, lo siento.
Ya no quiso escuchar más, sólo anheló esconderse en su casa, su refugio infinito. El doctor extendió la receta con la medicación para disminuir el estado de ansiedad, y con un gesto de resignación se puso de pie para entregarla, pero el profesor se había ido…
El alumno escuchó entonces lo que el médico quiso que supiera.
-Es una enfermedad que vive él y también su entorno, si existe algún responsable… le ruego que le diga que venga a verme, deben saber a qué atenerse; su carácter empeorará, no podrá controlar sus reacciones, ni su propio cuerpo… ¿me entiende? No, no entendía, parodias de un cuento absurdo, no entendía…
Los días pasaron, el enemigo que había aparecido como devorador de su calma comenzó a dormirse, suavemente, dando paso a reclamantes soledades. No volvió a la Universidad, ni siquiera a buscar sus libros, nunca más recordó las obras de teatro y la poesía, pero una celebración de jardines y palabras engarzadas enjoyaron sus tardes de sol… Humberto Ecco le dictaba textos al atardecer y bebía con Hemingway el “Papa´s Special” con jugo de limón; le preguntaba a Poe el misterio de sus preguntas sin sentido y jugaba largas partidas de ajedrez con Gabriel, esperando ambos, la llegada de la larga noche.
El día que murió, los alumnos lloraron el silencio de las letras, el mundo ignorado del escritor que crea en soledad, sin aplausos. Pero no lejos de ellos, un bullicio ensordecedor de libros abiertos contando sus historias, acompañaban al profesor Ugarte en sus clases de literatura.