Humedecí los vidrios de las ventanas, fieles ojos con los que vi florecer los naranjos durante varias generaciones, y los dejé abiertos cuando el viento del norte me lo permitió, para no llorar, y así poder gritarle al Todopoderoso -que Cornelia tanto amaba- que dejara revelar su inescrutable justicia sobre ella.
Corrie era, sin dudas, la criatura más generosa que había vivido entre mis brazos, que como paredes decoradas en color pastel, amorosamente la contenían. Cuando nació llamó mi atención más que ninguna otra persona de aq
uella familia, desde que Alfred Boone llegara en 1783, orgulloso de su oficio. Aquel bisabuelo se había plantado con las piernas abiertas frente a los dos frondosos árboles del frente, y nos estudiamos mutuamente. Por fin, colgó sobre el gran ventanal de la planta baja un cartel de hierro forjado, y pasé a ser la relojería de Geleenstraat.
Amé a esa niña que corría sobre mis escaleras y disfrutaba de cada minuto de vida, como yo de ella.
Había crecido, y mucho, y con sus años, su luz y su maravilloso compromiso con los desposeídos y necesitados.
Cuando escuché lo que planeaba hacer, se estremecieron cada una de las piedras de mis cimientos, pero no la iba a dejar sola, cuando nunca lo había hecho en cincuenta y tres años…
Su dormitorio era espacioso, y traté de ensancharme aún más, si eso era posible. Corrie contaba con que para Dios nada era imposible, y yo le creía.
Así, en el verano de 1942, cuando aquel viento del norte se hace susurro perezoso a la hora de la siesta, comenzaron a llegar. Primero fue un estudiante, agobiado por la búsqueda de un pasaporte que nunca aparecería; más tarde, una familia completa a la que un buen amigo había logrado dar aviso; a los diez días eran quince, contando la señorita Ruth -del profesorado- y las hermanas Frinstein.
Esa noche se reunieron en la sala. Su padre, el viejo relojero, heredero de Alfred en su carácter y oficio, y de quien ella había tomado la fe que la sostenía, murmuró:
-¿Estás segura Cornelia? La relojería no puede alimentar toda esa gente… ¡Es tan peligroso!
Corrie lo miró con dulzura y firmeza.
-Son judíos, el pueblo elegido del Señor… ¿los echo fuera?
Apretó sus manos como hubiera querido hacerlo yo misma. Abrazar a los dos; frágiles humanos embarcados en una ignorada hazaña donde el egoísmo no tenía habitación.
-Haz lo que tienes que hacer, hija. Parecía envejecido…
Soplaban los primeros vientos fríos. En un par de semanas,
toda Amsterdam quedaría alfombrada de hojas amarillentas de cansados naranjos dispuestos a dormir el helado sueño del invierno.
Llamaron a mi puerta, me golpearon, sin palabras, sólo entraron hiriendo mi intimidad. Buscaron en todos los cuartos violando mis secretos, llegaron al de Corrie.
El panel estaba perfectamente colocado; detrás de él, quince judíos dejaron de respirar por un tiempo eterno de cinco minutos.
El miedo es paralizador, no crujieron ni siquiera las viejas tablas del recibidor cuando la Gestapo se marchó con rostros amenazantes, escena que se repetiría por lo menos dos veces cada semana, y que nos mantenía a todos en guardia absoluta y permanente.
Una noche de esas en que el aire lastima los ojos y el silencio se puede escuchar con claridad, suaves golpes acariciaron mi entrada del fondo, la que daba al sótano. Su rostro era como el de tantos otros, macilento y desencajado; no era ya el próspero señor Golstein, el que llevaba a reparar su reloj de oro de bolsillo, y sonreía mientras sopesaba la gruesa cadena en su mano. Era un judío más, perseguido, despojado, fantasmal. Su ropa delataba un cautiverio callejero de días…
-Señorita Boone, yo sé que aquí puedo esconderme…,vaciló.
-Papá, ¡una manta!
-Ya no quedan…
-Dale la mía.
Dos días más tarde volvieron. Algo llamó mi atención: la maldad se encontraba anestesiada dentro de sus cáscaras de soldados; hasta sonreían.
Se acomodaron en la puerta mirando hacia el interior y entraron. El acostumbrado silencio no se hizo esperar, pero con alarma observé qu
e fueron directamente al cuarto de Corrie, apartando -como quién lo sabe- el panel completo.
No asesinaron a todos, sólo a quince judíos aterrados e inofensivos que yacían apretujados contra uno de los muros. Palmearon la espalda del señor Golstein. Éste, un tanto aturdido, pero satisfecho, sonreía nerviosamente bajo la mirada velada de mis paredes.
Estoy vacía, mi amado relojero fue golpeado hasta morir, junto a su esposa, al pie de dos frondosos troncos nevados. Polvo de años se acumula sobre la madera de mis pisos sin huellas. Albergué a un traidor, pobre criatura en cuyo interior navega el repugnante espíritu de la bestia.
A ella no la puedo recordar sin nostalgia. Cuando se llevaron a Corrie a los campos de Ravensbrug, en su rostro pude ver la paz de estar caminando sobre los pasos de su Maestro, vendido por un puñado de monedas.
Los naranjos han despertado, hay poesía en los brotes perfumados por toda Holanda. La efímera paz de los pueblos ya lleva varios años y ha enterrado viejas historias y viejas traiciones, hasta que todo vuelva a empezar…
Yo, sigo esperando que Corrie regrese a casa…