Hace tiempo conocí a una mujer que trabajaba en una pequeña oficina de un estudio contable. Su escritorio se enfrentaba a una ventana de mediano tamaño, por cuyo marco se podía observar un pedazo de cielo y la escuálida copa de un árbol en crecimiento.
Todas las mañanas, después de haber dejado su casa en condiciones, caminaba mirando hacia arriba, un espacio que obligatoriamente empequeñecía al llegar al trabajo.
A su arribo, lo primero que hacía era abrir las persianas de aquella ventana, como levantando un telón detrás del cual, aventuras y fantasías esperaban por ella, quizás, desde la noche.
Se aseguraba de haber cerrado bien la puerta de calle, enchufaba la cafetera, acomodaba los papeles del día y organizaba la agenda de ella y de su jefe, un hombre bueno, serio, estructurado y piadosamente ausente la mayoría del tiempo.
Entonces, sola en esa habitación con olor a computadoras y teléfonos con fax, con el leve sonido de una radio encendida en una FM cualquiera, se ponía a trabajar.
De pronto, levantaba los ojos de su labor, obedeciendo a un silencioso llamado, y miraba el pequeño recorte celestial detrás del vidrio, y… algo mágico sucedía: el rostro hermoso e inalcanzable que turbaba su paz, se iba; una tristeza vieja se acomodaba burlona y un perfume a lágrimas le vendía un pasaje hacia un lugar inexplorado y desconocido.
Con pies de musgos y cabeza de pinos, un bosque increíblemente bello bostezaba historias de princesas y duendes, portadores de secretos.
Entonces, aquel rostro, por un momento, dejaba de lastimarla, y ella se convertía en ave, devorando espacios infinitos. Era nube, pasto, abismo, grito, era pluma en los brazos de un viento amable y fresco, era, quizás, ella misma.
Nunca le costó mucho esfuerzo volver, o era el sonido de la llave de la puerta de calle que indicaba que su jefe había llegado, o el teléfono, seguro interruptor de la luz de los sueños. Por ello, tampoco nunca le costó darse cuenta cuál era la realidad. Lo que facilita que uno sepa cuál es la realidad, es el hecho de volver siempre al mismo lugar y comprobar, además, que el tiempo no nos ha jugado una mala pasada y ha transcurrido con exactitud como lo habíamos imaginado…la gente normal sabe perfectamente que Dios nunca juega con las dimensiones de tiempo y espacio…
En fin, ella podía reconocer con rapidez que seguía allí, siempre en la misma oficina. El reloj había continuado su marcha, y al llegar a la misma hora de todos los días, tendría que cerrar, ir a su casa, hacer la comida, planchar, limpiar, hacer trámites, todo ello en distinto orden, pero idéntica periodicidad.
Al llegar a la noche, el cansancio la inmovilizaría como un chaleco de fuerza y dormiría; entonces los sueños no eran como los de la ventana, eran confusos y hasta invasores, para que todo volviera a comenzar con las primeras luces.
Pero un día…algo fuera de todo cálculo sucedió…
Como de costumbre, esa mañana se acomodó junto a su escritorio, desparramó papeles, realizó algunas anotaciones y prendió la calculadora. En la calle, la lluvia comprometía al cielo, que parecía no querer despertarse; la oscuridad le regalaba una melancolía de soledades e inviernos. Sólo tuvo que desviar una vez la mirada hacia el paisaje conocido tras los vidrios. Se sintió extremadamente triste, y un dolor en la boca del estómago, mezcla de fastidio y frustración, amenazó con quedarse y obligarla a recordar. Entonces, chocó una vez más con el misterio de anhelar un sentimiento intenso y luego, no poder tolerarlo, por desear y hallar ausencia.
Cansada de pelear a ciegas con monstruos resbalosos, las lágrimas otra vez le aconsejaron el viaje…y partió.
Primero fue un planear bajo, la culpa de no saber o no poder disfrutar como una loca lo que tenía, algo que tenía que ver con la valoración de lo posible, no le permitía desligarse, por lo que no dejaba de mirar hacia abajo, como “quedándose” a pesar del vuelo. Podía observar los sucios techos de los edificios de la ciudad, el aire aún no era limpio, y aviones y pájaros de frías alas parecían molestarla. Pero, poco a poco, el perfume comenzó a conquistar sus sentidos despiertos por la altura. Los techos fueron cada vez más pequeños; ya no se veían edificios, sino el dibujo de casitas en verdes campos…”quizás ya haya llegado a Alemania, o más lejos…”
Las nubes la rozaban de prisa, como si hubiese logrado una velocidad fabulosa, como si verdaderamente tuviera una meta.
De pronto, el cielo fue oscureciéndose, y se dio cuenta que la altura había aumentado; sin embargo, su cuerpo era leve y manejable, podía “volar” y hasta olvidar el llanto que la había impulsado, y que ahora yacía seco en su mirada. El entorno era oscuro, pero no como la penosa mañana que había dejado atrás, la negrura era densa y azarosa, hasta que algo centelleó a su lado.
«Quizás estoy volando sobre una gran tormenta”, pensó, pero pronto se dio cuenta que se encontraba flotando en el centro de una gran promesa. Las estrellas eran cercanas, palpables; se le figuraron copos astillados por alfileres de talco brillante. Jugó a sortearlas y esconderse de unas detrás de las otras, pero, si bien sonreían, ni una de ellas pudo mover su órbita ni un centímetro.
El camino parecía no tener final, espirales de fuego líquido, formas al rojo vivo que pasaban a su lado sin ánimo de dañarla, y alguna roca errante fueron sus compañeros de viaje, hasta que el mismo cielo comenzó a arrugarse.
Sin poder creer lo que veía, fijó obstinada la mirada en el punto donde, como un papel de esos que tantas veces tiraba a la basura, el telón del universo se plegaba y la absorbía.
Aún conciente que en cualquier momento sonaría el teléfono y estaría en su oficina, no pudo explicar lo que sucedía. Ella, simplemente, había perdido el control.
La luz que la apresó era reconfortante, y sus ojos podían observarla a pesar de su fulgor dominante. Esperó ver familiares fallecidos hacía tiempo…”con seguridad, estoy muerta”, se oyó decir, pero nada de eso sucedió. Continuó flotando en ese amoroso seno hasta sentir emociones perdidas: confianza, seguridad…
Sólo entonces, las imágenes perdieron discreta velocidad y comenzaron a aquietarse, transformándose. Ella, fascinada por el entorno, reflexionó errante: “ahora volveré a nacer, quizás en otro cuerpo y olvidaré todo esto”, pero recordó lo que siempre había creído, la inutilidad de la existencia de un tiempo espiralado donde el hombre volviera a caer una y otra vez en un encierro de éxitos y fracasos para perfeccionarse. No, estaba segura que no era así, aún más, el tiempo lineal se extendía de modo concreto frente a ella, convirtiendo sus sensaciones en un espacio real, aquel que desde nena había soñado visitar.
Sus pies se apoyaron en el pasto húmedo por el llanto quieto del alba; diminutas flores enanas rozaron sus tobillos. Se detuvo a escuchar la sorpresa del palpitar de su propia vida, sin recuerdos. Por un instante, se esforzó por garabatear en el aire aquel rostro que había sido, sin descanso, su dolorosa compañía infatigable, pero el aire lo desvaneció como a cenizas borradas por el viento de los siglos.
Buscó entonces las ruinas de sus propios pensamientos y nada halló, sólo diminutas piedras de colores, como un mágico piso de arena fina junto a aquellas flores chiquitas de nombre difícil.
Allí bailó la música que sólo se puede bailar una vez y jugó, jugó a correr en libertad, como cuando la infancia era un regalo que no se entendía. Acarició su vestido suave, bebió la cerveza más exquisita, leyó el manuscrito más antiguo y escribió historias verdes y azules, y simplemente, nunca jamás, quiso volver.
Cuenta el informe policial, que aquel día de lluvia, cuando el contador llegó a su oficina, encontró la computadora encendida, el café caliente, la cartera de su secretaria colgando de una silla, los escritorios prolijamente acomodados, sin rastros de violencia o robo. Eso sí, un perfume a verano flotaba impregnando la habitación y la ventana…estaba abierta.