Árbol hueco
Cuando el niño se levantó aquella mañana del 16 de noviembre de 1995, un fustigante presentimiento lo atribulaba. Sabía que encontraría a su padre sentado a la cabecera de la mesa, con la cinta de Roberto Carlos reproduciéndose por enésima vez, un vaso de vino blanco barato a su diestra y un cigarrillo consumido en el cenicero de vidrio redondo comprado en barato por docena a su izquierda. Era la misma escena, cada día de la semana, de cada mes, de cada año.
Pero aquel 16, era diferente; aquel noviembre grisáceo acogía la desesperanza de una vida en medio de dos más. Aquel 16, era el cumpleaños de su madre, la que aun no había llegado; la que lo educó, la que lo peinaba parado en una silla raída, cada vez que al niño, lo invitaban a alguna fiesta de cumpleaños. Y él la besaba mientras ella, le quitaba con su saliva, los restos de chocolate en la comisura de los labios.
Ella aun no había vuelto del trabajo cuando el niño terminó de asearse y abrió la puerta que dividía la planta baja, de la planta alta. Y allí estaba, allí sentado, su padre con un vaso a medias y esa maldita música reproducida una y otra vez, de manera tan enfermiza, tan insanamente diabólica.
El niño se sentó a un lado de la mesa, en silencio, observando a su padre de soslayo, observando sus ojos rojos, su barba blanca de semanas, sus dedos amarillos y su mano derecha, que no podía mantenerse quieta a causa de los medicamentos que el neurólogo le había recetado después del ACV que lo atacó diez años antes.
Eran las 11 y su madre no había vuelto. El niño no quería que su madre regresara, prefería que se quede en el trabajo, que se encuentre con alguna amiga, -aunque su madre ya no las tenía-. O simplemente que no volviera, que no volviera jamás, esa era quizás, su manera de protegerla. No tenía otra forma; era un niño muy pequeño para protegerla físicamente, nunca lo había podido hacer en las otras oportunidades, y eso lo molestaba.
-¿Que le haremos a mamá para su cumpleaños?-preguntó el niño tímidamente a su padre, que sin mirarlo, le respondió que nada, nada harían.
Y su madre llegó a la casa, y la vio entrar con una bolsa de mandados en cada mano, repleta de comestibles, y el niño contuvo las ganas de llorar. No por él, sino por ella. Por verla morir cada día, al llegar.
Su madre le ofreció un tibio beso en la mejilla y comenzó a preparar el almuerzo, el silencio era como un pez enorme con dientes afilados y mucho apetito, dispuesto a tragar sin masticar. Y el niño deseó morir, habitualmente los niños no tienen esos pensamientos, pero él los tuvo aquella mañana, y muchas más que habían pasado.
Su padre dio vueltas la cinta, otra vez, y se sirvió otro vaso de vino, mientras todo eso, armó un cigarrillo con la maestría de un mendigo.
El padre tomó el control remoto del televisor y lo encendió, intentó cambiar el canal, pero el aparato se negó a obedecer, entonces el hombre se incendio en ira y comenzó a golpearlo contra el filo de la mesa, había adoptado una posición inhumana, el niño se asustó y retiró la silla de la mesa, su madre, intentó quitarle el control que ella misma había comprado, pero el hombre, más decidido, se negó a ceder, hasta que el ímpetu de una mujer resuelta se impuso. Entonces, se lo pasó al niño, para que lo ocultara mientras el padre insultaba a la madre de manera asesina. El ambiente se había convertido en un matadero, frio e insensato. El padre se abalanzó sobre el niño, él, corrió hacia la puerta, sabiendo que si lo alcanzaba, le haría mucho daño.
Logró alcanzar la puerta, y con ella el exterior. Pero sabía que allí no terminaba la cosa, entonces siguió corriendo hacia la esquina, mientras su padre tomaba una bicicleta y lo perseguía, poseído por el deseo animal de un demonio suelto. El niño no quería irse demasiado lejos, entonces volvió por la vereda opuesta, mientras su padre a la vista de los vecinos, lo insultaba.
El niño comenzó a sollozar por lo bajo, tenía miedo. Su madre, parada en la puerta, intentaba persuadir al padre, para que desista la persecución inútil que había emprendido. Pero el hombre estaba dispuesto a todo. Entonces, tomó un enorme ladrillo e intentó lanzárselo al niño, pero este había tomado la precaución de alejarse lo suficiente como para no estar en la línea de fuego del demonio con el cuerpo de su padre. En cambio, volteó y vio a la mujer parada en la puerta, gritándole algo que él, no lograba entender por la ira; bajó de la bicicleta y le arrojó el ladrillo, la mujer, vio venir el objeto directo a la cabeza, y se quitó, el ladrillo dio en la pared detrás.
La madre se metió nuevamente en la casa y esperó al padre, que dé un salto. Se dirigió a la puerta de la misma. Iba a focalizar el ataque para que su niño quede fuera de la mira, se inmolaría por su hijo, una vez más.
El niño, se quedó parado en silencio, con el control en la mano, ante la atenta pero acostumbrada mirada de los vecinos. Y la puerta se cerró tras la espalda del padre, cuando entró furioso a la casa.
Sin pensarlo, el niño se echó a correr hacia la única opción que le quedaba: su hermano mayor. Pero el problema era que tardaría media hora en llegar a su casa, puesto que vivía a varias cuadras de allí. Entonces, los gritos comenzaron dentro de su casa, el final, había comenzado.
Iba tan de prisa, que el viento silbaba en su oído. Conforme avanzaba, su mente iba cayendo en un ensueño en donde la realidad se distorsionaba. El niño había empezado a descreer de lo acontecido minutos antes. Su realidad se vio envuelta en una telaraña gruesa y complicada.
¿Estaría su madre en peligro verdaderamente? ¿Sería capaz su padre de hacerle daño? Puede que sí. Por eso corría como si lo llevara el demonio a casa de su hermano mayor, cuando de repente, se dio cuenta de que había caído de bruces en un embaldosado resbaloso y se había cortado la boca. No se había dado cuenta. Se incorporó y de un impulso, siguió su larga marcha.
El cuerpo le hervía de tal manera que sentía como su rostro había subido de temperatura cuando se secó la traspiración de la frente con el revés de la mano. Todo se redujo a la nada absoluta. La gente, los autos, las calles, los arboles, la vida, el aire. La miseria de un momento aciago convirtió el amor en barro en un pestañar.
El niño se acercaba corriendo a casa de su hermano. Ya no faltaba casi nada, era cuestión de un último esfuerzo. Un último suspiro. Y ahí, en puntas de pies, parado en el borde del desfiladero del infierno, golpeó la puerta con el corazón en vilo. Su realidad se desvanecía lentamente.
Golpeó con fuerza.
(Tenía un buen motivo para hacerlo)
Nadie acudió.
Golpeó nuevamente.
(Estaba completamente seguro que tenía una buena razón).
Cerró los puños y aporreó la puerta.
(Era una razón válida solo para él).
Estaba seguro. Estaba casi en su totalidad, de haber visto desplegarse la cortina unos centímetros. Había alguien en la casa. Alguien había descorrido la cortina en el mismo momento en que su padre atacaba a su madre. En el mismo momento en que los planetas se alineaban para algún astrónomo loco en alguna remota parte de la tierra. En el mismo momento en que algún hijo de puta con suerte se hacía rico, o algún desgraciado se hacía pobre. En el mismo momento alguien se hincaba a rezarle a algún Dios de fantasía, en el mismo momento en qué el niño volvió a su casa con las manos vacías. Y vio el vestido floreado de su madre bañado con sangre. En el mismo momento en que alguien en casa de su hermano se preguntaba por qué mierda tenían que existir los familiares, en ese preciso momento, el niño vio a través de las desesperadas manos de un policía, a su madre tendida en el suelo, con los ojos vacios, ausentes, sin momentos, sin besos, sin abrazos. Como un árbol hueco que se nutre de otras vidas para seguir viviendo.