El intruso

Al volver del supermercado, haciendo malabares con las bolsas, la
cartera y la mano siempre huidiza de Gustavito; tras abrir las dos llaves –y
el cerrojo- de la puerta de su casa, en un instante de descuido, se coló en el
interior, por un flanco, un chico de la calle. Al ver la sombra veloz que se
escurría dentro del hall y desaparecía en la abertura de la sala, un grito de
terror, le contrajo las facciones al ser contenido, por precaución, porque no
quería asustar a su hijo. Soltó las bolsas, la cartera y con un preciso golpe
de glúteos empujó para cerrar, la puerta.
“Quedate acá mi cielo”, le ordenó a su niño, y alisándose la
falda, oprimiendo los tacos contra el piso, decidida y valiente, se dispuso a
buscar y expulsar al atrevido. Se sorprendió, apenas giró para entrar en el
living, que el chico de la calle se hubiera sentado educadamente en el sofá –
de tres cuerpos y cuerina color chocolate- frente al televisor que, ella no lo
recordaba, estaba encendido en un canal de dibujos animados, los que
siempre miraba Gustavito. Armándose de paciencia aunque temerosa, sí,
inquieta por lo que podía ocurrir, súbitamente, se acercó al pequeño y, en
cuclillas, se dispuso a interpelarlo. Quiso saber cuál era su nombre, y el
chico dijo algo como Mateo o Martín y ella, con voz dulce, maternal,
sosegada, empezó a explicarle que no podía quedarse allí, que ése no era su
hogar y que sus padres debían estar buscándolo, preocupados. Como
respuesta, muda pero elocuente, el chico sólo movió, a un costado, la
cabeza, para quitarla del medio y poder seguir viendo la televisión.
Desanimada, resopló, renunciando a la idea, violenta e impropia, de
arrastrar al intruso hacia la calle, de echarlo como si fuera… no, no lo
quiso pensar.
Libre del control materno, Gustavito ya se había ubicado en el
otro extremo del sofá y, sin prestar atención al desconocido, sonreía
hipnotizado con el programa de Mickey Mouse. Rápidamente, buscó el
celular y llamó a Luis, su marido. No fue fácil conseguir que la atendiera y
recién al quinto intento -ya empezaba a irritarse- escuchó el gruñido “qué
pasa” que la alivió. Se notaba que era un mal momento o un mal día en el
trabajo, por el tono agresivo, cortante: lo estaba molestando y, al contarle
el incidente, él callaba, casi seguro: la escuchaba. Pero en vez de sugerirle
una forma de solucionar el problema, Luis se encolerizó. Le dijo si era
boluda, que cómo mierda había dejado que se metiera en la casa, ¡por Dios,
en su casa!, un chico de la calle, ¡por favor! “No me estás ayudando”, se
lamentó ella, desconsolada, aturdida, controlando con pánico la quietud de
la sala donde sólo se oían voces irreales cantando una canción. Al cortar,
pensó en salir a mirar por el barrio con el fin de encontrar a la familia del
invasor. No, era absurdo: tenía que permanecer allí, por su hijo, por sus
pertenencias, porque quién sabía lo que podía suceder si. Se arrepintió de
negarse a colaborar con el cobrador de la cooperativa policial, con los del
comando radioeléctrico y con los que vendían cupones de la seccional.
Ahora los necesitaba y, ella lo sabía, aunque los llamara, no iban a acudir.
Igual, marcó el 911 y esperó. Y siguió esperando mientras, a un costado,
observaba al chico de la calle recostado en su sillón. Era flacucho, moreno
y aunque el rostro lucía tiznado y con una raya oscura de pegote en la
mejilla, le sorprendieron aquellos ojos grandes, atónitos, pacíficos que se
distraían para contemplar todo alrededor. Como un conquistador o un
extraterrestre. Las paredes con las fotos familiares, las cortinas
inmaculadas y la mesita de cedro con la cigarrera de plata y el cenicero de
vidrio azul. Quizás nunca había visto objetos tan bonitos, supuso ella y, de
alguna manera, se alegró de que alguien apreciara su buen gusto para la
decoración. Se estremeció al escuchar la voz que saludaba y preguntaba en
qué la podían ayudar. Sí, la habían atendido, una mujer, como ella, pero
policía. Conteniéndose, relató los sucesos aclarando que estaba todo en
orden, que el chico no parecía peligroso y que, por el momento, podía
manejar la situación. La voz femenina sonaba desconfiada, serena y
disculpándose por no tener móviles, prometió enviar una patrulla ni bien
pasara alguna por la zona.
Ella se pudo distender con esa certeza y, secretamente, se
alegró de que, en unos minutos, el tema estaría superado, sería una
anécdota que podría contarle a su hermano cuando la llamara, un día de
esos, pronto, ojalá. Ya eran las doce y tenía que preparar la comida. Lo
recordó de pronto y, como un reflejo, se golpeó la frente con la palma de la
mano mientras susurraba: “qué tonta, por Dios, la hora que es”. Como los
niños seguían enfrascados en el programa, encogió los hombros y se dirigió
a la cocina. Pensó “seremos tres” mientras abría las alacenas e intentaba
armar un menú que también agradara al chico de la calle. Se resolvió por
unos fideos con un poco de salsa con carne picada que guardaba en el
congelador. Tarareando una melodía romántica –quizás se le había pegado
de una telenovela o de un comercial- sacó la olla, la llenó de agua, y yendo
y viniendo por aquel territorio conocido, fue sumergiéndose en la mecánica
de los actos simples, cotidianos, hasta relajarse y olvidar, sin quererlo, lo
que sucedía en la sala. Recién cuando el agua con sal despidió las primeras
burbujas bajo el humo díscolo que chupaba el extractor –y su sonido
monocorde, anestesiante-, se acordó de que llevaba casi veinte minutos sin
supervisar a los niños y, frotándose las manos con el repasador, taconeando
aceleradamente, reapareció en la sala. “Gustavito” exclamó, “¿dónde se
metió el chico de la calle?” La criatura, sin salir de su letargo, señaló con el
índice el paso que conducía a las dependencias interiores. Ella, ciega,
nerviosa, corrió por el pasillo deteniéndose a inspeccionar los primeros dos
dormitorios. La mesa con la pc y las bibliotecas intactas, en uno, y, en el
que estaba enfrente, la pieza de huéspedes, tampoco había señales extrañas.
Siguió para frenarse delante del baño que, en el cristal de la puerta,
mostraba un reflejo amarillo. Con los nudillos golpeó, una dos tres
veces. “Ocupado”, respondió una vocecita adentro y, acercando el oído,
sintió el sonido del agua que corría. Retrocedió unos pocos pasos y,
apoyada en la pared, recuperando el aire y el pulso, se dispuso a esperar
para cerciorarse de que el chico no hubiera salpicado la tabla, o manchado
la toalla, o hurtado una de sus cremas faciales, o cometido cualquiera de las
chanchadas que, por descuido, hacen los hombres –aún de niños- en los
baños. Un minuto después, y tras apretar el interruptor, y tirar la cadena, el
chico de la calle abandonó el sanitario. Al pasar delante de ella, tal vez
avergonzado, se apuró a bajar la vista y caminar con trancos largos, lo más
largos que le permitían sus piernitas flacas, infantiles. Cuando estuvo sola,
se deslizó al interior temiendo encontrar algún desastre. Salvo el hedor,
ácido, fuerte, de los excrementos, extinguiéndose bajo el perfume perenne
de las flores –un coqueto dispositivo, colocado en el enchufe, se encargaba
de fingir una eterna primavera dentro de aquel cuarto-, la canilla no perdía,
la tabla estaba seca y no había residuos de papel higiénico en el piso
blanco. Frunció los labios entre sorprendida y satisfecha y, volviendo a la
cocina, por el rabillo del ojo, vio que el chico de la calle estaba otra vez en
su sitio, en el sofá, y se mordisqueaba una uña concentrado, atento,
mientras Gustavito, sonriente, se rascaba la cabeza.
Todo marchaba perfectamente. Poco antes de la una -el mantel
limpio sobre la mesa, los platos bien cargados, pan, queso rallado y agua
fresca- llamó con tono bromista, imperativo pero risueño “a la
mesaaaaa…” Su hijito llegó primero y ocupó, de un brinco, su silla –
siempre la misma, junto a la cabecera- y detrás, tímido, como preguntando
si aquella citación lo incluía, apareció arrastrando las zapatillas rotas el
chico de la calle. Con naturalidad, ella le señaló el lugar que le
correspondía mientras, entusiasmada y con voz nasal, creyéndose cómica,
presentaba el almuerzo que había servido. Ninguno de los comensales le
prestó atención y, con voracidad, a la par, casi compitiendo, ambos, se
arrojaron sobre el plato para devorar, con gruñidos y choques de dientes, la
comida. Ella, mesurada, se ubicó en la cabecera y, más que comer, se
dedicó a impartir una clase de modales. “Queridito, usá el tenedor”, “no te
limpies con la mano, ahí tenés la servilleta”, “bocados pequeños, mi amor,
bocados pequeños” enseñaba sin lograr más resultados que una mirada
fugaz y alguna tos molesta. Y aunque insistió en que pidieran permiso para
levantarse, ni bien vaciaron los platos, primero Gustavito, y después el
chico de la calle, los dos, salieron rápidamente de sus puestos para volver a
instalarse en el sofá. Ella terminó de comer, sola y sin ganas, sintiendo en
el silencio la música y las canciones del televisor. No le hacían caso. Era
una desgracia, más por su hijo porque no había modo de hacerlo obedecer.
Nada: ni una orden, ni que se estuviera quieto en el banco o en un negocio,
¡qué suplicio, por Dios! Al final le resultó amarga la sobremesa, ese rato
que debía ser de paz, de descanso, de reencuentro con esa voz que, antes, le
hablaba desde dentro. Empezó a sentir calor y que, en la nuca, el sudor le
pegoteaba los cabellos. Claro: era verano, estaba cansada; todo el día, con
su hijo, las corridas, las compras, la casa, y ella, sola. Sin moverse
preguntó “¿tienen calor?” pero los dos, en la sala, seguían callados. Se
apretó las sienes; era una jaqueca, esos dolores inexplicables, molestos, que
la asediaban cuando se sentía, débil, desprotegida. Fueron unos instantes.
Porque debía continuar –lavar los utensilios, baldear el patio, preparar la
pileta para que Gustavito se refrescara ni bien el sol se escondiera a
espaldas de los edificios- y, con determinación, fue a prender el aire
acondicionado para que los niños…
Se asombró al encontrarlos, en el sofá, dormidos. Una sonrisa de
ternura, ingenua, estiró sus labios antes contraídos en un gesto amargo.
Dormían, ¡qué increíble!, con ese bochinche de los dibujos animados.
Parecían dos ángeles, dos cachorros puros, inofensivos. Gustavito se había
encogido como cuando, cuatro años atrás, ella lo había visto por primera
vez en la ecografía mientras que, el chico de la calle, yacía grotescamente
despatarrado. “Los niños… los niños…”, pensó sin llegar a completar
el razonamiento, porque su mente se nubló con otros fragmentos de
especulaciones, con partículas de ideas sobre lo que estaba por suceder y
lo que no sabía: el patrullero que debía estar por llegar, ¿dónde andaría la
familia de ese pequeño?, y si Luis, de pronto, regresaba… Tembló, sí, un
estremecimiento de pánico la congeló allí, de golpe, junto a la mesita de
cedro con la cigarrera de plata y el cenicero de vidrio azul. La mataría, sí,
seguro, se pondría furioso y le echaría la culpa de que un intruso. Y tendría
razón, claro que sí, y, y, y. Luis era tan impredecible, tan inestable cuando
algo no le gustaba. Pero ese chico de la calle… ¿cómo echarlo?… ¿qué?,
¿acaso era su obligación devolverlo al sitio del que había venido? Estaba
en una encrucijada, sin salida y, para no enloquecer, para no atormentarse,
retomó sus labores con la misma dedicación de un día cualquiera. Como
si ese chico extraño, desconocido, no existiera, no fuera un problema que,
tarde o temprano, tendría que resolver.
No tuvo conciencia de que el tiempo pasaba, de que las horas
eran independientes de sus deseos y urgencias hasta que escuchó el
tímido “señora” y, al levantar la vista –ella estaba cosiendo los botones de
una camisa de Luis- cruzó sus ojos con los del chico de la calle que, de pie
en el umbral de la cocina, la miraba indeciso, o indulgente, pero sin dudas,
triste. Un susto, como si hubiera visto a un actor de la tele: tan concentrada
en el subir y bajar de la aguja, qué tonta, se había olvidado de que. “Sí,
querido”, respondió disimulando la impresión, el sobresalto. “Puede
abrirme… me tengo que ir…, disculpe”, le dijo el chico que, bajo el
tibio resplandor que alumbraba el ambiente, parecía más irreal, más
frágil, más vulnerable. “Sí, sí…” musitó ella dejando la ropa, parándose
ágilmente, buscando otra cosa que decir o que hacer para dilatar aquel acto
definitivo. Se le ocurrió abrir un cajón, sacar un puñado de caramelos –
los que habían sobrado del cumple de Gustavito- y echarlos en una bolsa
del supermercado mientras, sin énfasis ni convicción los entregaba en las
manos esquivas del chico de la calle. “Tomá, tomá querido… gracias”, y
repitió aquella palabra enigmática, desprovista de un sentido verdadero,
tres o cinco veces, mientras abría la puerta –dos llaves y un cerrojo-,
se hacía a un costado, y lo veía caminar, envuelto en la luz amarilla, en
dirección a la esquina.
Era un alivio: el chico de la calle desaparecía; eso quería creer pero
una maciza contracción de angustia se obstinaba en estrangularla, en
abrirle una herida desolada por dentro, donde nadie la veía. Quería llorar,
inexplicablemente, llorar por el chico y por el miedo que había sentido.
Y no: no había lágrimas, ni ahogos, ni suspiros. Ahí aparecía Gustavito,
bostezando, diciendo si podía ir a la pileta, y faltaba coser un botón, y ya
eran las cuatro y no había programado qué preparar para la cena. “¡Qué
barbaridad!”, se dijo, sin saber a qué barbaridad se refería. Algo había que
hacer, sí, era terrible… ¿y si el chico de la calle la hubiera asaltado, y si le
hubiera pegado a Gustavito?… ¡por Dios!… era mejor no pensar… pero sí,
sí, algo había que hacer… una carta de lectores, o llamar a ese programa
de la radio, que es tan solidario, tan realista y que lo escucha tanta gente
abierta, humana, progresista, como ella…

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4 respuestas a El intruso

  1. gabre dijo:

    FEDE: AÑARES QUE NO NOS VEMOS Y VENGO A REENCONTRARME CON TU ESENCIA A TRAVES DEL MARAVILLOSO MUNDO DE LAS PALABRAS, LA LECTURA… UN RELATO MUY BUENO… CARIÑOS. GABRIELA ALVAREZ (INST. PERIODISMO ALLÁ POR EL 90 Y PICO)

  2. Me deja el sabor de saber (vaya paronomasia) que somos muchos los que cerramos trato con caramelitos. ¡Qué buen relato!

  3. Latana dijo:

    muy bueno me sorprendiste

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