UN VIEJO MARINO

Paseó sus ojos por el interior del viejo bodegón, semejante a tantos otros, distinto a todos: fotos de antiguas fragatas, redes de pesca cubriendo los rincones, aparejos, maderas, y el olor…el inconfundible olor a pescado, cerveza y cuentos fantásticos.

Por primera vez en toda su vida, se sintió cansado. Levantó la cabeza y apoyándola entre sus grandes manos, esperó.

Desde el sucio ventanal del bar, podía abarcar el pequeño puerto de San Lorenzo, con su cementerio de barcazas más allá del muelle… muy irónico, quizás él debería yacer allí también. ¿Qué puede hacer un marino cuando le mojan el tabaco y le quitan su barco sino morir?

Vio llegar su oscura silueta atravesando el frío de aquel atardecer sin tiempo, lo vio acercarse mientras mordisqueaba su apagada pipa.

Daniel desabrochó su abrigo y se sentó frente a él, rompiendo el hechizo de ese espíritu maligno y dulzón que atormenta a los hombres en algún momento de sus vidas, misteriosamente. Con el amor y la honradez que sólo se reconoce en la mirada de los grandes amigos, le sonrió, palmeó el hombro de ese capitán que durante años había sido como su padre, y aguardó la primera pregunta, que no tardó en llegar.

-Daniel, muchacho, ¿por qué me hacés esto?

Una triste sonrisa acompañó la respuesta.

-Porque era necesario, porque puedo evitar una decisión estúpida y equivocada, y porque…la amo.

-¿Desde cuándo?

-Desde que la conozco, desde que ella te está buscando…

-¿Por qué no me lo dijiste antes?, ¿por qué justo conmigo un secreto tan prolijamente guardado? Recordó entonces cuántas veces supo que ese joven era el único hombre, con su hogar en tierra, en quien había puesto su confianza.

Éste interrumpió una vez más sus pensamientos.

-No sigas, tu vida fue un continuo escape. Te estás matando en silencio y me propuse que no continúes con esa fatigosa tarea. Después discutimos mis métodos.

-No estoy preparado.

-Nunca lo estuviste, ella lo sabe, me rogó que no te avisara sino hasta este momento, y así lo hice. Ahora, es inevitable.

En la estación de sus recuerdos, el capitán Guillermo Forrest deseaba partir hacia otro destino menos comprometido. Había resistido las peores tormentas del Río de La Plata, aceptado la hermandad de la piratería, donde no habían existido prejuicios de nacionalidad ni religión, convirtiéndose en uno de ellos, pues su patria era el mar. Había cargado con el título de héroe en los enfrentamientos del Alto Paraná, cuando nadie aceptaba la misión. Pero, una hija…era el único puerto donde no le era permitido echar amarras.

-¿Podés dejar de mordisquear ese tabaco y comportarte como un capitán de la Armada? Estamos en 1896, tus tiempos de corsario pasaron, tu derrotero no ha terminado. Te guste o no tienes una familia, y estás a punto de conocerla.

-¿Desde hace cuánto tiempo que ella sigue mis pasos? Suspiró, parecía más viejo. Daniel comenzó, entonces, a desentrañar la perdida historia.

-Los Moreno jamás le contaron la verdad. Ella creció como hija de Don Antonio. Quisiera contártelo todo antes que ella llegue, aunque creo, querido amigo, que del naufragio sabés más que yo.

Forrest esperó que la moza terminara de servir las jarras de cerveza. La miró alejarse moviendo su pelo ondeado que pronto despertó el recuerdo de otros rizos…

-El “Margaretha” fue el mejor que he tenido…un vapor de 1850 toneladas. Veníamos de Valparaíso con destino a Hamburgo. Con nosotros viajaban, nada menos, que los cantantes de la Ópera de Paris, Antonio y Diana Moreno con sus tres hijas y el viejo escritor Heine, que volvía a su tierra después del exilio.

-¿Fue él quién te alertó?

-No, pero era un ser misterioso, portador de una nube de presagios funestos.

-Bueno, ¿qué fue lo que pasó?

-Casi nada, ¡si te lo habré contado mil veces!, el capitán mojó sus labios como si aún pudiera saborear la sal de aquellas travesías… Varamos en el Pacífico, nos extraviamos en un canal del Estrecho de Magallanes, y nos dieron por perdidos en el Atlántico Sur. Por fin, evacuamos los pasajeros en el “Royal”, de una compañía alemana, después de tres días en tierras argentinas.

-¿No se rescatan los barcos varados?

-Pocas veces, además, varios daños ya estaban hechos: el “Margaretha” herido de muerte, y yo, como un inexperto, apasionado completamente por alguien que estaba fuera de mi alcance. Nunca voy a olvidar el gesto de Don Antonio al entrar desafiante a la cabina de mando.

-¿Cómo lo descubrió?, le preguntó Daniel impaciente, en un intento por conocer los detalles de esa parte de la historia, íntima y guardada.

-Fueron sus propias hermanas, viviendo la aventura de un barco sin curso y un joven capitán que había elegido a una sola de ellas…

Revivió la escena, recordaba ese rostro severo y anguloso, pálido como un amanecer de invierno, con sus ojos más helados aún; su desprecio brotaba de cada una de sus palabras. Ana estaba comprometida con un español, Don Carlos Irala, dueño de tierras en Andalucía, hijo del mayor comerciante de joyas de toda España, ¡viejo contrabandista, escondido tras sus títulos de nobleza!, agregó.

-Y vos, por supuesto…un joven marino, que a la sazón, se encontraba varado y sin posibilidades…

-Nunca más la volví a ver, pero recibí una carta con letra pequeñita y graciosa como patitas de ave. Era de Eugenia…

Comenzó a hablar despacio, como pronunciando las palabras más tristes dichas en cualquier idioma. Ana había muerto al dar a luz una niña. Lo demás, Daniel ya lo sabía, ahora necesitaba el viejo marino, conocer el resto.

El sonido del oleaje se hacía cada vez más intenso por el viento nocturno y por algún carguero que navegaba sin prisa por el canal, cerca de la costa. La oscuridad caía en el pequeño puerto…

Desde una prudencial distancia, la moza esperaba otro pedido, que no tardaría en llegar, y con curiosidad, se quedó observando a los dos hombres contarse sus vidas.

-¿Cuántos años negaste la verdad?, preguntó el muchacho.

-Demasiados. Era una locura, sólo tres días, ¿te das cuenta?, tres días de fatiga, humillación y pasión que marcaron mi vida. Un desatino cargado de culpa y recuerdos.

Daniel continuó con el relato.

-Sofía creció en el confort de su casona en la calle del Paseo del Prado y estudiando en el Liceo de Señoritas de Madrid.               .

-Igual que su madre…una dama.

-Si, ¡una dama con la fuerza de un marino!, el bordado no la pudo retener por mucho tiempo. Hay que reconocer que cuando Ana murió, Irala se sintió liberado, el compromiso era un arreglo que no le interesaba, un acuerdo entre pusilánimes hombres codiciosos de intereses muy particulares…

-¿Intereses?

-Así como lo oís, los Moreno necesitaban capitalizar el nombre de su familia, a la que sólo le quedaba un importante apellido, sin una propiedad, ni un centavo siquiera y… también los Irala ganaban con el trato. No era fácil guardar las apariencias sobre la dudosa masculinidad de su hijo Carlos, que para ese entonces, ya estaba dejando de ser un rumor en los círculos más encumbrados de Madrid.

Forrest, con un gesto, le pidió que interrumpiera el relato por un momento, prendió su pipa y con su mano amable, pero segura, pidió se llenaran las jarras vacías. La muchacha realizó el trabajo, luego encendió algunos faroles que iluminaron rostros y recuerdos.

-Podés continuar,  de todos modos, para mí, eso está terminado.

-¡Nunca conocí a nadie más terco y…más frío!

Forrest se levantó disgustado y sofocando un grito, exclamó:

-¡No confundas!, frío no, nunca. Cuando recibí la carta donde me daban de baja en la Marina, supe que había muerto; la tierra sólo me trajo dolor, el agua es hallazgo, la tierra, tropiezo. Cuando la leí conocí el frío, eso sí fue frío, el frío del olor a la vejez, a la indignidad misma, la nada… y, creo que no sabés lo que decís, yo no conocía sobre Sofía; ese tal Irala, la pudo haber tenido en sus brazos y verla crecer, dejo pasar la oportunidad que yo no tuve, cazando muchachitos en los círculos ostentosos de España, ¿quién es frío, Daniel?

-Está bien, está bien, sentémonos, ella llegará en cualquier momento y lo que menos deseo es que nos encuentre enfrentados.

-Tenés razón, perdoname, pero toda mi vida cambió a través de una carta.

-Es verdad, ahora dejame continuar. Ella fue criada por los abuelos. Irala tenía su residencia en Madrid como dijimos, sólo frecuentaba su estancia palaciega con visitas de cortesía. Así lo trató Sofía, como un hombre noble, un tanto dulzón en sus modos, que le sonreía con nerviosismo y pagaba su educación, o eran los abuelos, en fin, para el caso es lo mismo. En la mente de una adolescente esa figura desinteresada sólo existía en su apellido.

-Entonces, ¿cómo llegamos hasta aquí?

-Durante años atesoró una caja que contenía recuerdos de su madre, no estoy en condiciones de enumerarlos todos, pero sí algo que llamó enormemente la atención de Sofía, y que lucía desubicado entre perfumeros y pañuelos con encaje…un cortaplumas, ingente y afilado, con el escudo de la Marina impreso en su rostro de bronce en el mango de hueso.

-¡Mi navaja!…

Daniel sonrió ante el estupor de su amigo, que parecía inundado de añoranzas, viajando en un barco, veinticinco años atrás.

-Y un libro…un libro que “leería algún día”… Mirá, fue pasando el tiempo y ese “día” llegó hace cuatro años. Ella lo cuenta mejor que yo, te lo aseguro, mueve sus manos, se sonroja y agita cuando recuerda cómo, entre páginas secas y amarillas, surgió una carta de papel muy fino, prolijamente doblada. Es tan bella.

-¿Una carta?, ¿no te lo dije?…mi vida…cartas…

-¿Querés verla?

El capitán, visiblemente emocionado, respondió:

-¿La tenés aquí?, ¿por qué la tenés vos?

-Porque fue la prueba que quiso ofrecerme para que la ayudara a encontrarte y la recompensa final a sus sospechas.

-¿A quién está dirigida?

-Es la carta de una mujer apasionada por la vida y francamente deslumbrada por alguien muy especial. Ana le escribe a su amiga María desde un viejo barco llamado “Margaretha”, con fecha Agosto 21 de 1871.

Forrest respondió perplejo:

-El día que embarcaron en el puerto de Valparaíso…

-Una carta que nunca fue enviada, una carta sin terminar, que fue escondida en un libro de viaje.

Daniel sacó del bolsillo de su abrigo un papel doblado, con delicadeza lo desplegó.

“Agosto 21de 1871

Querida María:

¡Cuánta necesidad tengo que estés aquí!, ¡estoy enferma de amor!, ¿lo crees? No hacen veinticuatro horas que lo conozco y no puedo quitar mis pensamientos  de él. Eugenia y Elisa no saben nada “todavía”, aunque no pasará mucho tiempo para que Eugenia se dé cuenta, siempre se da cuenta de todo, no sé cómo hace, a veces me da miedo. Además, creo que ellas también se ponen como tontas cuando él llega, ¿que quién es?, el joven capitán, ya te cuento. Te mandaré esta carta desde Lisboa, por favor, amiga, ya sabes qué hacer con ella después de leerla, ¡que Dios no permita que caiga en manos de tu madre!

Creo en mi corazón que él podría cambiar el curso de mi vida si se lo propone, no sé, puede ser que todo termine mientras te lo describo, mientras canso páginas y páginas con el dibujo de él.

La primera vez que lo vi estaba parado en el puerto de Valparaíso con la mano en el bolsillo de su pantalón arrugando con desdén su saco impecable. La capa en su espalda, el perfume perfecto, un hombre nacido para no pasar inadvertido. Cuando nos saludó, una sonrisa abrumadora en su boca, rubricó un  rasgo travieso, casi infantil, dentro de tanta elegancia, y creo, retuvo mi mano un segundo más de lo normal. No sabes María, no sabes…

Voy a esconder esta carta en el libro que me prestaste para leer en el viaje, allí estará segura, pues siempre lo llevo conmigo.

Nos están llamando a cubierta, el barco se ha detenido, creo que algo está ocurriendo…hay griterío. Más tarde te cuento lo que pasó “en todos los órdenes”. Confía en mí.

Agosto 20

María: no sé si pueda yo con esto. Ya no soy la misma Ana que conociste. Estamos desde hace tres días  en una pequeña base naval argentina

a la espera del “Royal”, un barco mercante alemán, pues la nave de Guillermo Forrest (así se llama) varó sin que yo sepa explicarte porqué.

Estoy desesperada por lo que viví y porque temo no verlo nunca más. Por carta no puedo explicarte, sólo te aseguro que jamás seré de Carlos, jamás…”

-Es verdad Daniel, no podía soltar su mano, ni apartar mis ojos de ella…

-La carta queda inconclusa. Sofía quiso conocer el final.

-¿De qué manera?, ¿cómo supo dónde buscar y cuál era mi nombre?

-La fecha… un viaje demasiado accidentado como para no dejar registro…y un nombre “Margaretha”, impreso, como ves, en el papel de la carta.

Daniel hizo girar el papel que sostenía en sus manos y se lo mostró al capitán, que lo observó como a un tesoro.

-La perseverancia de Sofía llegó a los archivos de la Marina y a la desesperación de Diana Moreno, que ya anciana, terminó contándole lo incontable…

-¡Esa niña tiene mi sangre Daniel! Pero, la verdad, creo que mis temores se esfuman, es tarde, ya no vendrá… mejor.

-No lo creo, la conozco … cuando la ruta de nuestro mapa se escribe en el cielo, no es fácil escapar. No te guíes por tu olfato, dejate guiar por las estrellas.

-¿Puedo? Señaló la carta, y sin esperar respuesta, la tomó con delicadeza, la dobló por sus pliegues y la guardó dentro de una pequeña libreta de tapas enceradas que dormía en su vieja, pero aseada chaqueta de marino.

-Conocer la totalidad de tu nombre y conocer el mío fue casi lo mismo, estoy a tu lado desde hace…

-No importa, una vida.

-Si, una vida intentando poner en orden los papeles de alguien que no posee domicilio en tierra, casi un fantasma… Así te siguió en silencio por un tiempo, sólo viéndose conmigo, conociéndote de lejos, armando un rompecabezas cuyas piezas no siempre correspondían.

-¿Qué querés decir?

-Cuando el viejo Moreno, alertado sobre los avances de nuestra relación, la ubicó por fin, donde siempre la había querido tener: presa de una decisión de vida, manipularla como lo hizo con todos los integrantes de su familia, con  Diana, con sus hijas, y hasta con el infeliz de Irala, que no debe saber ni siquiera por qué pelea una batalla que no es suya, ni por qué perdió sus bienes en manos del estirado Moreno, que ahora lo necesita…

-¿Entonces?

-Le dio a elegir: entre la fortuna y el lujo español, y recordar sólo el apellido que la acompañó hasta hoy, o trabajar para vivir, sin otro nombre que el que le pueda ofrecer un joven abogado, si es que aún desea hacerla su esposa sin la herencia que la acompañaba, según sus propias palabras.

-Hijo, por más que nos duela a los dos, es evidente su decisión, ya ha entrado la noche y ella no ha venido. La comprendo más de lo que hubiese ansiado tenerla; yo también fui cobarde…

-Te equivocas. La palabra “cobarde” no está en su vocabulario. Lleva la fuerza de un pirata en su corazón. Eligió ser hija de aquel hombre magnífico que con tanta pasión describiera su madre. Eligió ser moza en un bar del puerto de San Lorenzo…

El capitán giró con rapidez su cabeza en el instante en que sentía la suave presión de una mano en su hombro.

-Elegí, padre, encontrarte…

Acerca de Patricia Bottale

Profesora de Historia. Investigadora área de historia y literatura de la Universidad Católica de Rosario. Escritora: ensayos, antologías, narrativa y poesía. Colaboradora de revistas nacionales e internacionales. Directora de los talleres literarios de escritura en la librería El Ateneo, en el espacio de diseño y cultura“Si supieras, vida mía” y en Sancor Seguros, Broker del Boulevard. Responsable de los micros de literatura de los programas de radio y TV. Escritora de prólogos y correctora de libros. Cursos de Redacción Bolsa de Comercio, Fundación Libertad, Colegio de Escribanos (Rosario y BsAs), y Taller Literario en Patio Bullrich BsAs. Su último libro fue prologado por el escritor Marcos Aguinis, y es autora de la obra “Un lugar para Francisco”, Gala del Bicentenario.
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