«Cuando dos cosas suelen ocurrir juntas, la aparición de una traerá la otra a la mente«
Aristóteles
Me interesa que retengan, a modo introductorio, ciertos conceptos referentes al condicionamiento clásico y operante (véase Pavlov, Watson, Thorndike) y que corresponden en cierta medida a lo que Aristóteles llamó ley de contigüidad.
Una breve reseña, pero indispensable para el ulterior desarrollo, nos lleva a recordar que un estímulo incondicionado (ej. comida) genera una respuesta incondicionada (salivación, predisposición estomacal). Lo interesante sobreviene cuando un estímulo neutro, como ser, una luz o un sonido, asociado secuencialmente espacio-tempo a un estímulo incondicionado en reiteradas veces, deviene en incitador per se de una respuesta condicionada.
Así, los perros de Pavlov salivaban ante el sonido de una campana y el pequeño Albert lloraba ante una rata que, de no haber mediado la consecuente ligazón a estímulos incondicionados, no hubiesen provocado conducta alguna.
No pretendo extender mas este exordio tan intransigente como el relato que lo sucede.
Creo que los sucesos, aún los mas relevantes de nuestra vida, son reducidos a simples retazos que, como tales, se van almacenando en nuestra memoria de manera simplificada, haciendo que su ulterior evocación se vea reducida a unos componentes sinecdóticos de insignificancia tan poderosa que obran en valor de su simbolismo como único atributo.
No podemos pensar ciertas cosas más que de manera metafórica o metonímica. Lo que le da la cotización a tales elementos es la carga afectiva que conlleva y no tanto la cosa per se.
Quiero ejemplificarme, pero lo haré escudándome en la biografía tediosa de Marcelo T.
De su infancia no rescataremos mucho; sus hazañas datan de dos o tres altercados con otros niños por diferencias en cuanto a la pasión por tal historieta o equipo de fútbol. Algunas misceláneas desmembradas podemos mencionar; paredones grises de una escuela, la bandera, el himno, la señora González, Gustavito y Jorgito, una niña de pelo crespo, el repetidor abusivo.
De su juventud también tenemos algunas reseñas simbólicas; los libros (en especial una edición ajada de Los miserables); una calle oscurísima en una noche ventosa, la luna del veinticuatro de octubre de 19..; el corredor de la universidad, el río, un árbol derruido, la soledad de una noche cualquiera, ciertas melodías, Rembrandt, Marx, algún reconocimiento literario (un diploma), un sol radiante, luminosidad, el amor…
Con respecto a esto último podemos precisar también algunos recuerdos disgregados: un farol de la calle Laprida, la arena, el balcón mohiendo de la calle Balcarce, una rosa a medio marchitar, un poema cacofónico y mal redactado, el cabello alisado de M., un paredón mustio, nuevamente ciertas melodías, una porción de césped, un viernes de abril, la peatonal, un cafetín lúgubre, un hotel de poca monta, la estación, el asiento trasero de un transporte urbano.
Sus recuerdos dolorosos son figurados también por los simbolismos anteriores, con la incorporación, quizá, del sabor salado de las lágrimas y una calle que quedaría vedada para su eternidad toda.
¿A donde quiero llegar con esto?
Los recuerdos de T., tanto como los nuestros, no son azarosos. Que el amor este representado en su vida por un balcón, un farol, una encrucijada de calles no es por capricho retórico o poético, sino por el congruente tenor afectivo que se esconden tras tales efigies.
Nuestros recuerdos proceden de esa manera condicionada. El contexto toma su potencial en virtud de un hecho afectivo que lo determina y se complementan de manera tal que la posterior evocación no podrá ser menos que dual.
Así, para Marcelo, pensar en su juventud era pensar en Dostoievski, o viceversa, pensar en Dostoievski lo remitía inexorablemente a sus años de mocedad, a años soleados y felices, y en esa pleamar de sentimientos que es la juventud estaba inmiscuido, indirectamente, Dostoievsky.
Sabemos que T. poseía cierto talento en lo concerniente al arte de las letras. Sabemos también, y este es el clivaje de su vida y de nuestro memorándum, de un punto de bifurcación que se le presentó cuando aún estaba en el dominio de sus decisiones, a saber, seguir el pantanoso y solitario camino del escritor o la renuncia a las letras para casarse con una prometida a quien no deseaba.
Habíamos anticipado que la biografía de Marcelo T. era mas bien inapetente y hasta fastidiosa. Pero este simple hecho, el deber de elegir y las consecuencias de ello, marcó considerablemente su sino.
Era joven y había obtenido algunas distinciones menores en lo referente a la literatura. Poseía así mismo los dones del artista, una sensibilidad intuitiva que bien sabía trasladarla a la pluma. Su padre solía repetir que Marcelo había nacido para ser un hombre ilustre, solitario y escritor. Legó a su hijo la refutable creencia de que ser virtuoso y burgués eran oxímoron.
Y quizá el vaticinio de su progenitor no hubiese sido desacertado de no mediar una joven no muy agraciada, digámoslo, pero con los dones de la buena educación y un dinero nada desestimable, a quien llamaremos R.
Las aventuras amorosas de Marcelo previas a R. son oscuras e inéditas. Solo podemos mencionar una joven hermosa de pelo lacio y cara resplandeciente que al cabo de cierto tiempo de conocerlo lo dejó maltrecho. Nunca supimos los pormenores de los hechos; pero lo que si sabemos es que un cambio sobrevino en el temperamento de nuestro héroe, quien se volvió algo más taciturno, mas sombrío y más pesaroso. Algún allegado dejó trascender que Marcelo la había amado.
Pero volviendo a su prometida, no lo deslumbraba en absoluto. Aunque había algo mucho mas íntimo, algo muchísimo más recóndito en su estructura personal que lo llevó a aceptar aquel matrimonio, so pena de la aniquilación de una vida virtuosa en el mundo literario. Me aventuraré a arriesgar una hipótesis subjetiva de su unión; conveniencia y compañía.
En seguida se incorporó (aún joven) en el mercantil mundo de su suegro. Fue inmerso en la empresa y las letras ocuparon un papel terciario en su nueva existencia; más gradualmente ni siquiera ocuparon lugar alguno.
Quizá sea mejor referenciar estos años de servicio a la manera hiperbólica del principio. Podemos mencionar una oficina, papeles, reuniones por la noche de los jueves, una secretaria exquisita, papeles, cierto embajador nórdico, números, los habanos de su suegro, cenas financieras, papeles, una lapicera de la india, la mamushka, despidos, un empleaducho de poca monta, papeles…
Creo que lo triste de la vida es la falta de pruebas contrafácticas. No podemos detallar cuáles hubiesen sido sus hazañas, su destino, de haber tomado otra decisión en su momento. Las decisiones se toman en un instante, un relámpago tan fugaz a nivel tiempo y tan preponderantes a escala consecuente que de solo cavilarlo estremece. Decir Sí puede cerrar muchas puertas a otros infinitos destinos. Decir No es quedar en la eterna duda del “que hubiese pasado si…”
¿No es aterrador, acaso, que la decisión más insípida (tomada, incluso, en ocasiones poco elegantes, (tomando mates, en el autobus, cenando) pueda determinar de una manera tan exhaustiva nuestra vida?
Recuérdese brevemente el Juan Tenorio y sus diez centavos. Es la ilustración perfecta de una decisión no tomada, de un capricho tal vez cosmogónico de que no haya diez centavos, y he ahí que se pierde, quizá, nada mas ni nada menos, que la felicidad. Digo quizá por que no lo sabemos, ni Arlt. Tenorio quedó con la sensación de la desdicha, pero nada prueba que aquella mujer que se iba en el tren le hubiese dado la gracia. Y esos diez malditos centavos se incorporarían a sus recuerdos como los que sublevaron su felicidad, y toda evocación posterior de la moneda traerá a su alma el dolor y la tristeza.
Ya advertí que no podemos precisar cuál hubiese sido el camino de Marcelo de haberse desviado hacia otro confín; no podemos decir que hubiese triunfado en su escritura ni que se hubiese convertido en un filósofo insigne. Pero al menos regía la posibilidad.
No diré tampoco que su vida lo fue, pero se acercó a lo execrable. No hay nada más para mencionar sino algunos detalles de color.
Tuvo dos hijos y llegó a ocupar un altísimo cargo en la empresa. Sus patrimonios crecieron de manera exorbitante, sobre todo pasada la muerte de su suegro, sobre la cual su esposa quedó como la cabeza de la compañía. No tuvo mayores sobresaltos más que uno que lo llevó al ataúd.
Murió en ejercicio de sus funciones el 13 de abril de 19.., a las 16:45 de la tarde, mientras revisaba algunos papeles. Las pericias demostraron una falla cardíaca. Constaba de cuarenta y seis años.
De su muerte solo puedo mencionar una sala oscura, llantos, un café exquisito, el color negro, un cuerpo inerte, algunas coronas de flores, una garúa finísima, un coche peculiar, una frase de Balzac, el sacerdote de voz grave, esculturas angélicas, un cielo plúmbeo, el mausoleo…
Pero reducir mis recuerdos a sus exquisias sería una injusticia para su encantadora risa, para sus cabellos desprolijos, para sus libros, para la arena, para el farol de la calle Laprida, para su amor, para sus manos tibias, para el balcón del quinto piso de la calle Balcarce, en el que una vez nos amamos y en el que aún resido.