La vi crecer por partes. Cada costura, cada tramo de su cuerpo unido cuidadosamente con puntadas invisibles. Solamente le quedaron unas líneas muy finas que son las que me recuerdan dónde están las uniones. Pero no todas. Algunas realmente las oculté con una perfección que me enorgullece. La ropa no. No soy muy creativa en cuestiones de modas. Apenas comencé a armarla me di cuenta que se trataba de una niña. La bauticé Shelley; Mary Shelley fue mi inspiradora y decidí homenajearla.
La idea se me ocurrió cuando trataba de encontrarle una solución al instinto de mi gata. Cazadora por naturaleza, traía sus presas a casa y las dejaba en el comedor o en la entrada. Estaba claro que eran sus regalos. Primero fueron tacuaritas, luego algunas palomas. Tenía que limpiar las plumas, los restos no digeridos por la víctima y la sangre, porque las devoraba. Luego ratas, ratones y algún murciélago, pero mi gata no se comía estas alimañas, simplemente las mataba. Tuve que acostumbrarme, no tuve alternativas, era lo mejor que daba de sí luego de su afectuosa compañía. El caso es que una de esas veces en que entraba con ese maullido grave y sostenido que le salía del pecho, traía algo que no lograba identificar colgando de la boca. Me causó cierto estupor, una confusión entre asombro, asco; incluso tuve que controlar mi pánico. Lo que traía estaba embarrado, sin plumas ni pelos pero con algo que brillaba. Traía una mano, pequeña y con un anillo que parecía ser de oro.
La conexión que tenemos con mi mascota me demostró que la curiosidad carga con la ambigüedad de ser beneficiosa o bien perjudicial. Llamé a la policía. Fueron varios llamados con ese miembro de testigo en el medio del comedor. Y no logré que me atendieran. Mientras tanto, en cada remarcado pensaba lo que iba a decir, básicamente explicar que mi gata había entrado a casa con una mano en la boca. Noté con cierto alivio que no tenía olor ni sangraba. Desconozco si un miembro seccionado padece el rigor mortis igual que un cadáver completo, de cualquier manera no me animaba a tocarla. La gata maullaba con esa profundidad de catacumba al lado de su presa y yo, presa del horror, tampoco me acercaba a ella. Fue un momento de zozobra, no sabía qué hacer con esa mano espantosa y pequeña, sería de un niño o niña de no más de tres años. Volví a llamar a la policía, tampoco pude comunicarme. Pensé en la urgencia desatendida, si me hubiesen asaltado el ladrón ya estaría disfrutando del botín. Entonces recordé que las cosas no pasan por casualidad.
Me armé de coraje y me acerqué. La gata seguía mis movimientos con sus maullidos y unos sonidos guturales que pocas veces le he escuchado. Me observaba con las orejas tiradas para atrás y con la cola que sacudía lentamente, con los pelos erizados. Entonces fui a buscar la escoba y la pala. Aunque sea para sacar eso de mi vista. La iba a tener que esconder muy bien para que no la fuera a buscar de nuevo. Vi con asombro que se daba media vuelta y volvía a irse por la ventana. Eso me alivió. Me daría tiempo para poner la mano en una bolsa o una caja, ya encontraría algo.
A los pocos segundos, mi gata entró maullando con más vigor con otra pieza de caza en la boca, tan sucia como la anterior. Yo estaba tratando de poner la mano en una bolsa, me sobresalté de tal modo que tiré todo lo que tenía y en vez de quedar en la bolsa cayó adentro de un fuentón con agua. Grité. Mi mascota huyó otra vez por la ventana.
Esa cosa tampoco tenía plumas, ni pelos. Me dejó su regalo en el mismo lugar que el anterior. No tuve más remedio que acercarme, era un pie. Mi gata siempre comienza con presas pequeñas, y ahora no tenía certeza sobre qué tamaño tendría la siguiente. No tenía derecho a desmayarme, si claudicaba en mi fortaleza me arriesgaba a despertar rodeada de quién sabe qué especie de montruo de Frankenstein a escala de colección, listo para armar.
Respiré hondo. Me llamó la atención nuevamente que no hubiese olor a podrido. Y la escuché otra vez, la gata entrando parte por parte un cuerpo pequeño, sin darme tiempo a hacer nada para detenerla porque no podía pensar, ni moverme. Me quedé unos minutos observando el horrendo panorama y no podía creer lo que estaba viviendo. Todavía temblaba cuando volví a llamar a la policía y ahora sí, me atendieron.
Fueron rápidos los periodistas que titularon MACABRO HALLAZGO DE BEBÉ DESCUARTIZADO, y en la volanta, En Barrio Tango, una mujer desquiciada denunció que en su casa tenía el cuerpo seccionado de un niño. Luego, lo demás nadie lo lee.
Llegaron dos patrulleros, una ambulancia del SIES y una unidad de traslado de la morgue. Abrí pálida, temblorosa, señalando los trozos dispersos y ahí sí, me desmayé en los brazos de un oficial que por suerte, era bastante corpulento.
Me desperté en mi cama, con una mujer policía al lado y una médica de emergencias que conversaban animadamente sobre mi gata, acostada sobre mis pies.
-¿Qué pasó? ¿Se llevaron todo? ¿Tengo que ir a declarar?
La doctora me dijo que me tranquilizara y la oficial se puso seria. Me miró. Sentí unos pinchazos en las sienes y empecé a sudar frío. La médica me agarró de la mano, le contuvo el brazo a la oficial y le dijo: -La señora no está para más sustos. Al grano.
-Bueno, señora, como ya nos reímos bastante con los compañeros, acá la doctora dice que el horno no está para bollos: lo que le trajo la gata son las partes de una muñeca de trapo, y parece que está completa.
Y sí. La miro a Shelley y me despierta una sonrisa, tan bonita ella, toda de trapo con cabeza, pies y manos de goma, con un anillo de cinta bebé dorada en su dedito anular, sentada en un sillón del living, porque no era cuestión de tirar a la basura una anécdota tan jugosa. Es el único regalo de mi mascota que conservo. Con los bichos que continúa trayendo, sigo armándome de coraje y limpiando la carnicería.