Renacer.

Había llegado temprano, me gustaba ver el amanecer desde las barrancas del río. El ruido del viento cortado por los pajonales, la espuma mañanera viajando hacia el mar, el saludo de un solitario marinero desde algún barco o las sombras oblicuas de los sauces eran el concierto celestial de aquel paisaje que captaban mis mudos sentidos en aquella mañana de noviembre.

Entre los pequeños arbustos del monte apreció su figura, desdibujándose entre el verde y colorado del follaje, su rostro feliz correteaba en saltos hacia mi. Un Martín Pescador me sonreía y agitaba sus alas advirtiéndome impaciente que lo observara. Asentí con la cabeza, no sin reírme de mis fabulaciones constantes, y salió en vuelo sobre el ancho Paraná. Hizo tres volteretas rápidas para descender en picada a casi a diez centímetros del agua practicando un rasante excepcional que cortó el sol y el reflejo de las picadas. Tomó altura nuevamente y antes de arrojarse se aseguró de que estuviera mirando, levanté el pulgar en señal de aprobación y cuando estuvo seguro inició un descenso en picada recta sobre el río, ésta vez sambuyó su oscuro plumaje en las aguas y se perdió de mi vista. Por segundos pensé con tristeza en el ave, en lo fácil que era perecer en el intento de demostrar, en lo sencillo que era caer abruptamente por volar tan alto. Tamaña sorpresa fué la mía cuando lo vi emerger del fondo agitándose a puras gotas  con un pez apretado en el pico. Triunfal y orgulloso voló sobre la barranca desde donde lo observaba y rápidamente, tal como había llegado, se perdió en las sobras del monte dejándome una sonrisa.

 

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