La Casualidad

Luego levantó su vista con sutileza y nuevamente sus miradas se encontraron. Aquello ya no podía ser casualidad, pensó. Sin embargo, en la parada siguiente, la mujer se levantó y con apremio se dispuso a descender del ómnibus.
Desesperado, comenzo a moverse con inquietud. ¿Qué debía hacer? Aquellos dos encontronazos visuales habían sido suficientes para reavivar la más agobiante esperanza en su corazón.
Finalmente, luego de varios gestos nerviosos y dedubitaciones varias se decidió, y levantándose de un brinco camino raudo hacia al fondo del colectivo. Pero cuando se dispuso a bajar, el rodado cerró sus puertas sin permitir que nadie mas descendiera y echó a andar. Había decidio demasiado tarde. Aquello tampoco podía ser casualidad, pensó tranquilizadoramente, y se sentó nuevamente con un dejo de dolor y repitiendo en un susurro melancólico “hasta nunca”.
Aquella escena del colectivo, aquellos entrecruzamientos visuales con una mujer desconocida, la lentitud de su accionar, la pérdida… Aquél sujeto tenía la loca idea de que cada uno de sus actos, cada mirada indiferente, cada gesto casual, respondía a un inextricable plan universal basado en la causalidad más absoluta e incapaz de cualquier contingencia.
Desde hacía varios años había comenzado con aquellas neuróticas ideas, pero se habían acentuado fuertemente en los últimos días. Pero lejos de encontrar en ello una suerte de patología, se había impuesto la creencia de que su obsesión tambíen respondía a un maquiavélico (o no) plan divino.
Y así comenzó a proceder de una manera sumamente determinada, a saber, aceptando todo lo que le ocurría o bien forzando situaciones irrelevantes negando la implicancia de todo azar.
No era infrecuente verlo por aquellos días hablando con personas totalmente ajenas y desconocidas sólo por un mínimo roce en una peatonal bulliciosa. En ese mismo instante, digo, aquel en el cual se producía un roce, un cruce de miradas, alguna palabra de cortesía, él empezaba una conversación que no podía tomarse sino con el mayor estupor por las víctimas del suceso.
Podemos relatar infinitos de dichos episodios, como por ejemplo aquél en el cual un hombre le cedió el paso en la entrada de un banco, con lo cual este sujeto, a quien llamaremos Pangloss (por su parecido actitudinal con el personaje de Voltaire) empezó un fatigoso interrogatorio al hombre cortés sobre su familia, su empleo, su vivienda, e intereses por el estilo que no debían incumbirlo en lo mas mínimo. El hombre, harto y sin interés alguno en encontrar en Pangloss un amigo, decidió cortar aquella conversación con la mayor urbanidad posbile y se retiró antes de efectuar el cobro que se disponía.
Nuestro personaje, lejos de apesadumbrarse, tomó aquel despido como otra muestra de una causalidad universal que le hacía saber que aquel hombre no estaba destinado a ser su amigo.
No muy distinto es el caso de aquella mujer distraida que dejó caer unos papeles en una calle poco transitada, a no ser por nuestro incipiente sujeto, quién no solo se tomó el trabajo de levantar las notas de la mujer, sino que la invitó a tomar un café para explicarle que detrás de aquel suceso aparentemente indiferente, se escondía todo una trama infinita que podía, tal vez, ser el preludio de un amor conyugal.
Pero la mujer, como es de esperar ante semejante conducta disparatada, apuró el paso y subió al primer taxi que pasó a fin de evitar a nuestro hombre.
No cabe la pena mencionar el relato que da comienzo a esta narración para aumentar aún más el caudal de anécdotas que tenemos para ejemplificar sus ideas.
Ahora analicemos en que consistían sus concepciones, o su teoría.
Desde hacía años reflexionaba sobre la existencia de la causalidad versus la casualidad. Sostenía que ambas no podían convivir juntas, pues si un acto es casual, otro no podía ser su contrario. Quería decidirse de una buena vez, o admitimos la una o bien tomamos partido por la otra. ¿Cuál de las dos impera en la vida de la gente? O bien, ¿alguna de las dos impera, o simplemente las cosas pasan sin responder a nada ni a nadie?
Así tenemos que de una intrincada pregunta nuestro Pangloss no podía aceptar que las cosas pasaran sin mediar algún objetivo, algun plan, tal vez un boceto universal, o divino, o algo meramente metafísico.
Creía que había un “algo”, una “cosa”, llámese Dios, Destino, o como quieran, que detrminaba cada acto, por mas nimio y fortuito que se nos presentara.
No podía soportar la idea de que toda la gente que se le cruzaba en la cotidaneidad de su camino fuese a representar una simple casualidad, que cada hombre y mujer que estaban en el ómnibus un día X irían a desaparecer de su vida para siempre, que cada mujer que lo miraba y que tal vez hasta lo deseara, fuera a olvidarse de él por seguir caminando entre la muchedumbre.
¡No! Se oponía con encono ante esta idea, no podía (o no quería) ser uno mas ante alguien que le había ofrecido paso; si se habían encontrado en lo infinito de este universo es por que algo debía suceder de aquel acontecimiento, tal vez una amistad, tal vez un noviazgo, pero jamás una simple casualidad que terminase allí para nunca más volver.
Tal vez este modo de obrar parece ser disparatado al máximo y así lo juzgaba yo también. No podemos reparar en la cantidad infinita de casos fortuitos que se nos presenta, no es posible, o tal vez sí, como pretendía nuestro caso Pangloss, hacer de cada eventualidad un amigo, un enemigo o un amor. Es imposible.
Pero este hombre no pensaba así, se convenció de que toda mujer podía ser el amor de su vida, y que cada hombre podía devenir en su mejor amigo.
Cuando me lo presentaron ante el consultorio, no pude menos de creer que se trataba de algun trastorno severo. Sus familiares preocupados se habían contactado con mi persona con el fin de sacarle aquella idea delirante que ya amenazaba con su razón.
No pudo menos de colegir ya en la primera sesión, de que nuestro encuentro respondía a un destino indestructible.
Luego de varias sesiones, de varios ejemplos como los ya mencionados, y de exponerme sin reparos todo su potencial argumentativo en relacion a sus cavilaciones, un día, unos de los últimos de razocinio, me pidió una devolución.
Ya había conjeturado yo el origen de sus conceptos.
Todo aquello no era más que un ferviente temor a la muerte, a la desaparición. Una angustia enorme en relación a que algún día no formaría parte de este mundo, ni él, ni tampoco nadie de los que lo rodeabamos había impulsado aquel mecanismo de defensa. Necesitó hacerse de aquellas ideas como un intento ferviente, y el más ferviente de todos, de provocar vínculos que lo mantengan unido a la vida, de creer que más alla había alguien o algo que nos espera, que sus actos no se perderían en la nada absoluta. En fin, no era más que una angustia existencia llevada al extremo.
Pero como psicólogo no pude hacer mucho. Su estado ya exedía los límites terapeuticos de nuestra práctica, no hubo herramienta teórica alguna que mostrara algún avance sobre el tratamiento; me encontraba ante un caso de psicosis que si bien no mostraba peligrosidad en relacion a aquellos otros con los cuales quería vincularse, sí representaba un estado paranoide perjudicial en su persona propia.
No pude más que anunciarle la suspensión del tratamiento por los motivos ya esclarecidos e intente persuadirlo de visitar algún psiquiatra, ante lo cual, nuetro hombre comenzó a exponerme que si así debía ser, por algún motivo metafísico sería, y me dio la mano sin más, y con todo el pesar de la despedida, se retiró.
Durante un tiempo prolongado me olvidé de Pangloss y sus intrépidas reflexiones. Pero poco a poco su influencia pareció renacer en mi persona y comencé a meditar sobre todo este meollo de la casualidad y la causalidad. Y es algo que en verdad me cuesta admitir, pues durante muchisimas noches me desvele pensando en amores olvidados que pudieron ser y no fueron, en amigos que ya no volví a ver por distintas razones y que se convirtieron en extraños desconocidos; en aquella jovencita jovial con la cual tuve mi primer rozamiento amoroso y que jamás supe nada más, y que hoy, recordándola, bien puedo decir que no existe más para mi.
La nostalgia me fue embargando poco a poco y a comence a considerar a Pangloss como un sujeto que si bien no se encauzaba dentro de la normalidad esperada, era un sujeto que amaba la vida y que yo, tanto como él, tambíén me aferraba a este mundo con lo más desesperado de mi ser.
¡Dios mio! Cuanto daría por vivir, vivir eternamente, o bien vivir muchas vidas. O mejor aún, vivir mi vida una y otra vez, poder recorrer nuevamente cada minuto, segundo, instante de mi existencia, hasta los sucesos más dolorosos y tristes.
Con que ahínco abrazaría a aquella morocha hermosa que fue mía tan solo una noche cualquiera a la orilla del Paraná. ¡Como desearía saber qué fue de su vida Dios mio! Y con que frenesí buscaría a aquel amigo de la secundaria que un día plomizo abandonó la patria para jamás regresar. ¡Que cambiado debe estar tras veinticuatro años de ausencia!
¿Y aquella muchacha joven y hermosa que desesperaba por mi y que yo, indiferente, rechacé por cuestiones que ya no recuerdo? Tal vez podría haber sido el amor que tanto deseo y que no encuentro, y tal vez este destinado a la soledad mas encumbrada solo por aquel rechazo fútil, por aquella decisión nimia y hasta diría estúpida en una noche cualquiera y en un sitio sin importancia.
¡Dios mio como pesa esta nostalgia!
Y asi recordaba cada suceso que, si bien en su momento se me presentaron casuales y sin gran importancia, viéndolos hoy parecen determinar en mayor o menor medida mi presente.
Luego de varias noches de melancolía y remoción intente contactar nuevamente a Pangloss para hablar un poco sobre estas cuestiones. Pero no hubo forma de ubicarlo, ni a él ni a ninguno de sus familiares.
Comence a frecuentar lugares que tenía noción de que asistía, pero no pude hallarlo. Indagué a dueños de bares, cantinas o lugares por donde se movía, pero nadie supo precisarme siquiera sobre su existencia.
Y así, los días devinieron meses, y éstos, en años, pero no pude dar con Pangloss. Este desenconcuentro me trajo más tristeza aún. Hasta empece a acuñar la idea de que tal vez Pangloss nunca existió, pero abandone tan estúpida creencia en el acto.
¿Quien era? Tal vez, algún plan universal, divino o metafísico lo había puesto en mi camino para hacerme ver la existencia de la causalidad; para mostrarme que el acto mas nimio nos determina enormemente, y que si bien no es posible concebir una vida como la que proponía éste sujeto, bien podíamos plantearnos cuestiones de ordenes nostálgicos.
Ocho años pasaron de aquella vez en que Pangloss se presentó ante mí. Lo recuerdo bien, fue un veintisciete de octubre. Hoy se cumplen ocho años justos. Y créase o no, como una burla del destino, me lo encontré, caminando entre la multitud, adusto, indiferente. Se me iluminaron los ojos, comencé a transpirar, no quería perderlo de vista en la turba. Caminé raudamente, el pulso me aumentó, las palpitaciones crecíeron, debía alcanzarlo. Allá estaba, no podía escaparse. Comencé a correr, lo alcancé, lo abracé fuertemente, me restituyó el gesto. No parecía entusiasmado. Luego de preguntas informales me conto que estaba bien, que había estado en un internado, pero que se sentía totalmente reestablecido.
Le conté sobre la influencia que tuvieron sus pensamientos en mí; le narré los periplos que ejecuté para encontrarlo, le hablaba con frenesí, estaba en estado de éxtasis. Pero apenas transmitió una muesca que fingía ser una sonrisa ante mis alagos y mi premura.
Me entristecí un poco al ver que aquel sujeto ya no se preocupaba sobre la causalidad ni sobre las personas que se cruzan en nuestras vidas. Así que en un intento desesperado por alimentar la curiosidad por aquellos temas que antaño lo atormentaba, le comenté que era veintisciete de octubre y que ocho años atrás nos conocimos, y de lo increíble de que nuestro reencuentro se hubiese dado en el adniversario.
Apenas transmitio una sonria consiliadora, me tomo del hombro en un gesto casi paternal y me dijo:
-Que casualidad amigo. Espero que siga bien, doctor-
Y sin más, se encaminó entre el gentío de la peatonal rumbo al sur, sin volverse nunca, y se perdió entre las cabezas apresuradas y el atardecer de aquel día cualquiera.

Acerca de Ezequiel Caminiti

Estudiante de Psicología. Verdadera vocación, leer y escribir. Único sueño, ser escritor.
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