En los intrincados laberintos de mi pensamiento descubrí un miedo, no era grande, mas bien pequeñito pero insistente. Me puse a jugar con él, charlábamos de a ratos, me preguntaba cómo me sentía, en que gastaba mis horas. Yo respondía siempre con sinceridad. Así, repentinamente, nuestra relación fue creciendo y madurando, jugábamos ajedrez muy concentrados, corríamos y cantábamos juntos tomados de la mano, era la compañía que me había faltado durante todo este tiempo para mantenerme ocupado. Hasta que empece a agotarme, su presencia me agobiaba, de a ratos necesitaba estar solo pero no se iba, me hablaba fuerte en el silencio, cuando yo no quería mas que silencio, comencé a temerle, ya no disfrutaba el ajedrez, ya no tenia ganas de jugar, tan pocas ganas que prefería darme por vencido a la mitad del juego. Necesitaba urgentemente que se fuera, librarme. Pensé en empujarlo por el barranco, en matarlo, en ayuda para que lo removiera, que lo extirpara, pero nada parecía quitarle las ganas de estar.
Cierta tarde de primavera, empachado por el enorme miedo llego, pequeña y brillante, una esperanza. susurro en mis oídos que todo pasaría. Me cayó bien, por sincero, entonces la invite un café, charlamos un rato y resulto ser muy graciosa, tanto que quedamos en vernos nuevamente cuando deseáramos. Y claro que la invite, esa semana nos vimos todos los días. Nuestra relación creció, se fue solidificando y comenzamos por ser buenos amigos. El miedo, celoso de la esperanza, se fue yendo cabizbajo. Sin darme cuenta, rápido, casi fugazmente, me había librado del martirio gracias a una feliz esperanza.