El Negro Vera

 

Me gustaban los relatos del Negro Vera. A veces, como todo buen cuentista que se precie de tal, se hacía desear. Yo había aprendido  a esperarlo, a esperar esa decisión firme que lo hiciera buscar en el interior de sus cosas y que, compenetrado ya con la historia, acumulara la potencia necesaria para contar.

A Vera lo conocí en un barco hace más de veinte años. En seguida me atrapó su tono, su modo de decir las cosas. Medio distraído aunque observador solía contentarse con andar y sentarse a tomar una cerveza en la frescura del viento salobre. Parecía dejar que el tiempo desmadejara el devenir, sabedor –tal vez por tener sangre nativa, sangre de la tierra, como le gustaba decir- de que él tenía la posibilidad de estrechar aquellos lugares de costas acogedoras a los que iba llegando en su constante navegar. Lo acompañaba desde siempre una guitarra de madera oscura y daban la sensación de estar mirando lejanías a dúo o profundidades del ser que quizás a nadie importaban.

Podíamos estar horas en silencio o con la música de su tañido. Mientras tanto yo iba acercándome despacio para que con la precisión de una pinza de cejas poder tomarle una historia con dos dedos y hacerlo hablar. Vera daba algunos rodeos porque se sabía huyendo por los recodos de los recuerdos y porque sostenía que de acuerdo con su profesión de marino mercante, la experiencia debía ser comunicada sólo entre los pares. Tenía pruritos de que sus relatos fuesen maltratados por errores de interpretación. Yo sabía esperarlo al Negro Vera. Sabía pasar por alto las dilaciones hasta que se decidía a darte uno de sus avatares casi bucólicos, metáforas de la conducta humana que desgranaba querencias escindidas de una bohemia ya sin sustento.

En uno de los trabajos que tuvo Vera, cumplía funciones de mecánico a cargo en la tarea de transportar urea de barcos polacos a los vagones en la bellísima costa de la bahía de Paranaguá. No se quejaba nunca del laburo el Negro, parecía disfrutar tanto del medio que algún desprevenido podía confundirlo con algún paseante de la costa brasileña. En eso estaba Vera cuando tropezó con una mujer de nombre Euzy.  Después de pasados doce o trece años más o menos, cuando anduvimos juntos en otras travesías me fue contando.  Con la mirada clavada en el horizonte comenzó a decir. Con esa tonalidad que confunde el relato con la construcción de un relato. Allí los barcos topeteaban suavemente el puerto cuando un día de julio, a finales de los noventa amarraron a bordo de un navío más de la orbe en las márgenes del litoral. Transcurrió un tiempo necesario para la adecuación al medio, investigación de lugares, o para decir en pocas palabras, un breve estudio de campo. Él solía caminar por la escollera y mirar la ciudad vieja como si estuviera viendo una película de época. Podía quedase allí,  bajo los faroles, en las noches templadas percibiendo la brisa gris cobalto que rodaba desde los morros cercanos. La concurrencia marinera optaba en general por otros sitios, bares, lugares de avería, de amores pagos donde estallar soledades y coloridos. Mas las presencias se masificaban en la central telefónica, puesto que era un tiempo en el que celulares e Internet no estaban tan popularizados entre la tripulación y desde allí se comunicaban con su gente, con los afectos. En la central trabajaba Euzy, simpática y atractiva mujer –dijo Vera que era bajita, de cabello corto y rojizo, ojos verdes y boca carmesí- que configuraba un paisaje peculiar. Había que ir de adivinanzas para saber en qué turno le tocaba trabajar. Los comentarios pululaban por la nave, en las reuniones, en fin, en todo lo que hacía a la vida social de ese puñado de compañeros. Se sabía que Euzy iba a los bailes de los que disfrutaban algunos marinos, pero el Negro no bailaba.

Vera supo siempre, desde antes de conocerla, que Euzy sería suya. Se encontraron de modo casual en el mercado donde la paranaense promocionaba fragancias como un medio más para sustentar. Un ir y venir, por aquí o por allá fue conformando un juego sensual que el espíritu ya había dictado al cuerpo. El Negro tenía una soltura experimentada, una tranquilidad, una pausa segura en el camino de la conquista. No perdía paciencia ni tiempo aún pareciendo que los instantes ansiados se dilataban. El lenguaje de las miradas, los gestos y las ganas era algo que Vera hacía mucho tiempo había aprendido a decodificar. El día señalado con precisión por su reloj interno  el Negro acertó el  horario de trabajo de Euzy en la central telefónica. Suspendió su acostumbrada caminata y la invitó a almorzar. Se perdieron en la tarde, tras los morros neblinosos, bebiéndose la cerveza en el mercado viejo. Vera escuchaba atentamente los detalles de vida que la mujer quería contar. Nunca decía del todo el Negro en la conversación, no quería entrar en los engorros de otra vida que lo esperaba en otras cosas, otros vientos, en la pampa, las cuchillas y el río, y que conformaban otras texturas donde el corazón también se le iba a medir con la noche y con el día.

Sobrevinieron tiempos de amor con ventanas abiertas a la noche, al murmullo de la selva omnipresente, con estrellas atestiguando ese suceso único en ese preciso sitio del universo. Se fueron al otro lado, para Guaraqueçaba, donde el sabor de los peces recién sacados del agua y el calor de la tierra amalgamaban una sustancia primordial en la que las voluntades accedían a lo imprevisto. Un  Vera anclado fuertemente en otro sur dejaba que este tiempo -que se mide de otra forma- lo viviera por entero, le regalara la mirada de otro mundo. Los nombres guaraníes fueron guardándose en el acervo de otra lengua incorporada. Las siestas en la arena fina bajo los árboles los durmieron abrazados, enajenados en un viaje sin fronteras, en un mundo interminable.

Pero el Negro sabía bien donde sus anclas estaban señalando los límites del sueño. Y no sería ese goce otra verdad como el sueño de Coleridge. Un día se fue. Cerró los ojos a las estrellas y como otra versión de Ulises tapó sus oídos a la música de las sirenas, destituyó la memoria deseante para poder volver a Ítaca. Dicen que Ulises regresó con la piel cargada de nostalgias y que la cicatriz del reconocimiento de los suyos llevaba una nueva esquirla por la que recordaría a diario aquello que el tiempo haría difuso en la distancia inmedible de la vida. Héroe de la metáfora marina del viaje interminable Vera cuenta sólo para sus pares.

Acerca de Jouve maría margarita

Maria Margarita Jouve. Nacida en Cañada de Gómez. Residente en Rosario desde 1988. Publicaciones: Las Novelas "Los caranchos" (2007), "Con ciencia de nada" (2009), "Los desligados" (2012). Cuentos y poesías en Revista de estudiantes de Letras (2003). El cuento "El Negro Vera" en la Web de Literatura de Rosario
Esta entrada fue publicada en Cuentos. Guarda el enlace permanente.

Deja una respuesta