El silencio árido de la Puna

1º Premio Provincial Mateo Booz (1996)

 

Asiento 39 v, leyó Rubén mientras se internaba en la penumbra del pasillo arrastrando la pierna herida, con los pies pesados y llenos de polvo, cargando un maletín de cuero negro. Guardó el boleto en el bolsillo interno del saco, absorbió la humedad de la frente con un pañuelo y luego recorrió con la vista los números luminosos. Halló su asiento en el fondo del ómnibus, contra el gabinete del baño y la máquina de jugo y café. Con la cabeza ya alta descansando en el respaldar se abandonó al sueño, la reconfortante sensación de saberse libre, el rugido soñoliento del motor, la visión fugaz de sombras deambulando por las plataformas, el viento en los cristales anochecidos. Se había extraviado en el bamboleo de un farol cuando una vieja de vestido rojo se acercó, sentándose a su lado. La vieja le ofreció una sonrisa gentil mientras hacía aparecer un libro increíblemente grande.
—¿Le molesta si enciendo la luz? —le preguntó, después de meter entre las piernas un bolso de mano.
—No, para nada, señora —respondió Rubén, volviéndose a perder a través de la ventanilla. Lentamente iban subiendo los últimos pasajeros. Cuando el micro arrancó, Rubén dejó caer los párpados. Una fatiga enorme lo embargaba, una suerte de placidez y cansancio. Pronto el pueblo de Purmamarca no sería más que diminutas lucecitas cerrándose contra el filo suave de las laderas. Pronto la calma y la seguridad, el triunfo acariciándole el pecho. La vieja se había puesto a escudriñar las páginas del libraco, que reposaba tiernamente sobre los pliegues rojos.
—¿De verdad que no le molesta la luz, no?
Rubén no pudo evitar dirigirle una expresión de fastidio.
—No, señora —replicó secamente, regresando su atención a la banquina cubierta de nieve, intentando conciliar el sueño con el mentón apoyado en el maletín.
En el vidrio golpeó el aire helado. Hace frío, dijo el Beto arrimándose a la luz chispeante de los leños, estos galpones son una porquería, fijate nomás el frío que hace, y aquel ventiluz, para qué diablos… A caballo regalado, objetó el jefe que estaba recostado sobre una pila de cajas. No se le miran los dientes, completó Rubén, ¿qué más querés, Beto?, en esta pocilga estamos resguardados de la nieve, peor sería si… Tuviéramos que pagarle a algún parroquiano de por acá, repuso ahora el jefe que permanecía inmóvil junto al fuego, además sería demasiado arriesgado. Rubén tiene razón, Beto, bastante. Bueno, asintió el Beto, al menos por esta noche. Claro, después cada uno toma por su lado y listo el pollo, exclamó Rubén prendiendo un cigarrillo. Estoy cansado, che, comentó luego, entibiándose las manos sobre los leños.
—Sí, yo también. Va a ser un viaje muy largo —observó la vieja sin distraerse de la lectura.
—¿Sabe que yo tengo el mismo presentimiento? —dijo Rubén, largando el humo por la nariz y volcando la colilla en el suelo— Espero poder dormir, me cuesta mucho en los viajes. Aunque ahora tengo un poco de sueño…
—A mí no me cuesta tanto, pero prefiero leer.
—Claro.
La vieja cerró por un segundo el libraco, tornó una sonrisa hacia Rubén examinando su desaliño, la barba despoblada, queriendo tal vez decirle algo, continuar la conversación. Pero Rubén estaba absorto en la alineación lejana de rocas, la palidez nívea de la luna, la ruta embarrada, el sector reducido de sombras desprendido por las brasas, las pilas de cajas, la carompa del Beto perfilada por el fuego, la Negra que ahora se había sumado al grupo, diciendo: el Beto tiene razón, hace un frío. Entonces el jefe se apartó de las cajas, mordió la punta del toscano escupiendo el humo negro, caminó en círculo, con una actitud pensativa mientras afirmaba que de ahora en más, chicos, tendremos que actuar con rapidez y cautela, saldremos temprano a la mañana, con la primera luz, Mónica nos estará esperando en el auto, todo lo demás se hará como ya dijimos, ¿entendido? Todos aprobaron con la cabeza. Bien, repuso a continuación, el plan no puede fallar, si todo sale bien les aseguro que mañana estaremos durmiendo en un hotel de cinco estrellas, así no se nos queja el Beto. Las carcajadas sonaron en todo el galpón. Rubén se había acurrucado en el pecho de la Negra, acariciándole el cabello, oprimiéndole la cara con los brazos, paseando inquieto las manos por el maletín.
—¿No puede dormir, joven? ¿Quiere que apague la luz?
—No, está bien, señora, no se moleste. Lo que pasa es que estos últimos días han sido terribles.
—Seguro. Mi hijo también es empresario como usted. Y él anda todo el día de un lado a otro llevando un portafolio como ése. Cuando llega a casa, imagínese, no puede dormir. Es de no creer.
—Por supuesto —acordó Rubén girando en el asiento, buscando una posición más cómoda. Por la ventanilla entró la aridez tendida de los valles, el viento tropezando con la vegetación rala, la sucesión rápida de imágenes, la banquina, los cactus aislados, las nalgas desnudas de la Negra, el olor a perfume caro, los dedos de Rubén yendo y viniendo con avidez, entrando y saliendo, su voz diciendo te dije o no te dije que todo iba a salir bien, ella respondiendo sí, pero esto no es lo que se podría llamar un hotel de cinco estrellas.
Todo no se puede en la vida, murmuró Rubén afirmándose en la cintura de la Negra, hundiendo la nariz en los vellos del pubis. La Negra arrojó la cabeza hacia atrás descubriendo el cuello oscuro, por donde trepó la boca de Rubén entre suspiros, ojos en blanco, cabellos húmedos sobre la frente. Estaré tranquila recién cuando crucemos. No seas tonta mi amor, y de vuelta los labios, los cuerpos cayendo sobre un flanco, exhaustos. Ahora tenemos que aprovechar y disfrutar de cada momento, negrita, dijo Rubén acercándole el sabor acre de la barba. Pero no podemos dejar pasar mucho tiempo, agregó la Negra volviendo la cara hacia Rubén para lamerle las cejas. Está bien, está bien, no pensemos más en todo eso y vení, le ordenó, arrastrándola del brazo hasta el cuarto de baño, introduciéndola en la bañera, bajo el contacto cálido de la ducha. La Negra empezó a gritar, a reírse chapaleando como un pato en el agua (desgraciado, desgraciado) mientras Rubén se colaba a su vez en medio del fragor del juego (acomodate bien, Negra), desnudo y nuevamente erecto (acomodate, te digo) y ella obedeció separando las piernas lentamente, las miradas fundiéndose, la convulsión arrancando alaridos largos y babeantes. El jefe tenía razón, no podía fallar, comentó la Negra de vuelta en la cama. No hablemos de él ahora, le pidió Rubén y volvió a girar en el asiento.
—¿Cómo dijo, joven?
—Que si falta mucho para que lleguemos —repitió Rubén.
—Recién hace una hora y media que salimos. Ni siquiera ha amanecido.
—Hm. Ya no sé cómo acomodarme. Parece que hubiéramos estado viajando todo el día, ¿no le da esa impresión?
—No, porque estuve leyendo. Usted joven pudo dormir.
—No se crea, ha sido un sueño muy pesado. Estoy algo molesto— dijo Rubén, resoplando, alzando la vista por encima del respaldar y descubriendo la hilera de cabezas dormidas. El micro conservaba su marcha continua y tambaleante; la nieve había dado paso a una llovizna fina. Hacia adelante se recortaba la arista de una ladera, triste, bajo el fuego de la luna.
—¿Desea leer un poco? —le preguntó la vieja.
—No gracias. ¿Qué lee con tanto entusiasmo?
—La vida breve —respondió, moviendo a la luz la cubierta del libro.
—Vaya, si eso es breve… —se rió Rubén.
La lluvia comenzó a golpear en el techo del ómnibus, pronto el rumor del agua nubló las ventanas, tornó peligroso el asfalto, volvió resbaladiza la pequeña escalera por donde apareció el Beto, empapado y nervioso. Rubén lo vio entrar en la oficina donde lo había estado esperando entre Marlboro y Marlboro. Adónde mierda te metiste, le gritó con rabia ni bien entró, haciéndolo trastabillar de un empujón. Me demoré, no te pongas así, tranquilo viejo, suplicó el Beto antes de que un derechazo en el mentón lo derrumbara, perlando de sangre la alfombra. Dónde está la parte que me corresponde, decime de una vez dónde está mi parte, carajo, y otra trompada arribó de improviso sacudiéndolo con violencia. No sé, no sé, chilló el Beto con las manos reunidas en actitud de remisión, por favor, Rubén, por favor. Pero Rubén estaba demasiado furioso para oírlo, las venas latían en su cuello, el ceño, los puños apretados, la boca despidiendo burbujas de baba. Entonces Rubén, resuelto, adelantó unos pasos y lo alzó al Beto por los hombros como a una bolsa de papas. De golpe, a sus espaldas, surgió una voz exclamando: no, Rubén, dejalo. Rubén giró sobre los talones en el preciso instante en que aquella voz se ahogaba bajo la confusión de un disparo. Un dolor punzante le abrió la pantorrilla derecha. Arqueó el cuerpo soltando al Beto. Una cascada de sangre bañó la oficina. La Negra avanzó con el arma empuñada. Vos, vos, fue todo lo que pudo balbucear Rubén, los ojos abismados en el asombro, el sudor fluyéndole caudalosamente, el corazón agitado, vos, vos, antes de caer en un sollozo desgarrante, de bronca, vos, mi amor, no puede ser, mientras arrastraba la pierna herida sembrando un sendero escarlata, brillante. Vos, Negra, no maldita traidora, susurró Rubén al tiempo que su espalda encontraba el auxilio de la pared, los pulmones se reabastecían de aire, cómo pudiste. La Negra abrazó al Beto, le quitó con suavidad la sangre de los pómulos. Cómo pudiste, Negra. Sos un idiota, Rubén, contestó ella mientras llenaba de besos la carompa inmunda, un impotente. Fue entonces que la cólera y la rabia treparon hasta lo intolerable, el odio se agenció en la mirada de Rubén. Maldita perra, flor de hija de, rugió y de un rápido movimiento su mano extrajo una pistola, una pistola que salió de lo más íntimo del saco para vomitar fuego y juramentos (perra, perra), para crear la incertidumbre, vaciar los ojos sorprendidos de la Negra.
Rubén, por favor, podemos llegar a un acuerdo, viejo. Ningún acuerdo, Beto, quiero mi parte, vamos, dijo, tratando de incorporarse. La tiene el jefe, la tiene el jefe, te lo juro. Rubén lo miró con lástima, sintió una inmensa pena por aquel pobre infeliz que temblaba de rodillas, junto al cuerpo traidor de la Negra, suplicando, meado de miedo. Beto, nos volveremos a ver, saludó Rubén, quemándole las cejas de un balazo, brincando agitado y sudoroso sobre el asiento.
—¿Qué pasa? —se sobresaltó, alertado por la detonación.
—Se reventó una goma —exclamó una voz proveniente de otro sector.
Rubén dejó escapar el aire. En la imagen detenida de la ventanilla vio la primera claridad cercenando las cumbres. La mayoría del pasaje se había despertado.
—¿Dónde estamos? —preguntó, al cabo de un rato.
—Cerca de las Salinas Grandes —respondió la vieja oteándolo por encima de los marcos de los anteojos.
—Me duele un poco la pierna —comentó.
—¿La pierna? ¿Qué le pasó?
—Me lastimé jugando el otro día al fútbol.
—Ah.
—Y para colmo no veo la hora de llegar —dijo, tirando hacia atrás el asiento, volviendo a abrazar el maletín.
—¿Quiere un chicle? Siempre llevo conmigo, por los viajes, ¿vio? Tengo que estar leyendo o mascando algo…
Mascar, murmuró Rubén, recordando la manera grotesca que tenía el jefe de mascar los toscanos de importación, desparramada en el escritorio su humanidad de grasa, exhalando humo negro y pedazos de pulmón, el muy granuja, siempre sereno, los ojos de jabalí mirándolo fijamente ahora que Rubén irrumpía en el cuarto de prisa, en el cuarto de aquel hotelucho de mala muerte en el que el jefe se había alojado para aguardar la partida del tren. Te estábamos esperando, Rubén, dijo rodeando la cama en la que Mónica retozaba semidormida y aún desnuda, te estábamos esperando, reiteró extendiéndole la mano abierta y gruesa, sonriendo con falsedad, dejando a la vista la hilera carcomida de dientes. Rubén examinó la habitación, la pequeña ventana que daba al patio, los muebles sucios, el aire pulgoso y viciado, el rostro de Mónica entre los pliegues de las sábanas. Te imaginarás para qué vine, ¿no?, exclamó Rubén, arrastrando la pierna herida. Sí, seguro, por supuesto, y el jefe se apartó unos pasos hasta el placard y extrajo del interior un maletín de cuero negro que hizo caer sobre la cama, entre las piernas de Mónica. Abrilo, ordenó Rubén, con cuidado, jefe. El jefe corrió el cerrojo del maletín y levantó la tapa. Lo hizo girar muy despacio. Entonces Rubén vio los fajos de cien pesos, el mosaico de pilas, la cara hostil de Roca, está bien, ahora cerralo que me lo llevo. Mónica lo vigilaba con la misma expresión maligna que tenía el prócer en los billetes. Rubén le dio la espalda, cargó el maletín, cruzó la penumbra sucia de la habitación hasta la puerta. Salió con la imagen grabada del jefe despanzado en la cama, la risa resonando en el aire, una risa creciente, feroz, que alcanzó la magnitud de una carcajada ganando las escaleras, el palier del hotel, rebotando en el pasillo, contra el respaldar y los asientos.
—¿De qué se ríe? —inquirió enojado Rubén.
—De las salidas que tiene este loco de Isidoro Cañones —respondió la vieja, mostrándole la historieta.
—Ah.
—En una hora y media habremos llegado a Chile —comentó—. Estamos muy cerca del Paso de Jama, joven.
—Tengo sed —exclamó de pronto la vieja—. Voy a buscar un vaso de jugo.
—No, deje, señora, no se moleste que yo voy —se apresuró Rubén—. Permiso.
—Deme que le sostengo el maletín…
Rubén intentó decirle que estaba bien, que él podía solo con el maletín, no es necesario, gracias. Pero la vieja parecía no haber escuchado, atrapó el maletín de un extremo y comenzó a tironear, deme que se lo sostengo, joven, insistió. Suelte de una vez, vieja idiota, gruñó Rubén sin advertir que el resto de los pasajeros volvían la vista, prevenidos por los gritos. La vieja lo largó, consternada.
Entonces Rubén resbaló, cayó sobre el asiento de enfrente. Todo lo demás sucedió con una extremada rapidez: la carcajada retumbando en el micro, el maletín volando por el pasillo, la lluvia desconcertante de billetes, el extraño artefacto de cables negros que rodó hacia el fondo del ómnibus, que se perdió entre los asientos, unos segundos antes de que una explosión quebrantara el silencio árido de la puna…

Acerca de Gustavo Reyes

Gustavo Reyes nació en Los Ángeles, Estados Unidos, en 1974. Hijo de padres argentinos, se radicó en Rosario, Argentina, en 1984. Fue Asistente de Producción de la revista literaria “Ciudad Gótica” y Pro-Secretario de la S.A.D.E. (Sociedad Argentina de Escritores- filial Rosario). Colaboró en distintos medios gráficos, en ciclos de lectura, programas de radio y televisión. Actualmente es el editor del portal de Internet “Literatura de Rosario” (http://www.literaturaderosario.com.ar). Ha publicado los libros de poemas Fusión (con prólogo de Roberto Fontanarrosa, 1994), La soledad del silencio (1995) y Poegramas (1998). En narrativa ha obtenido numerosas distinciones, entre otras, el Primer Premio Provincial “Mateo Booz” (1996), otorgado por la A.S.D.E. (Asociación Santafesina de Escritores), por el cuento “El silencio árido de la Puna; el Segundo Premio Virginia Woolf (2009), otorgado por el Instituto “Olga Cossenttini”, por el cuento Der Schatten Hersteller (con un jurado integrado por los prestigiosos escritores Alberto Lagunas y Jorge Isaías), la Mención Honorífica en el Concurso de Cuentos de Terror “Mundos en Tinieblas”, por el cuento Hombre de Palabra (2009), organizado por Galmort Ediciones, e integrando luego la 2ª Antología Mundos en Tinieblas; la Mención de Honor en el 2º Concurso de Microrrelatos, del Diario El Popular, de Olavarría, por el cuento Obsequios Reales, con un jurado precedido por Ana María Shua, etc. Obtuvo recientemente el 3º Premio en el Concurso Mundos en Tinieblas 2011 por su obra "La habitación vacía", la Mención de Honor en el Concurso de Cuento y Poesía 2011, de "Ediciones Ruinas Circulares", por el cuento "La muerte de Osama" y la Recomendación del Jurado, en el VII Certamen NACIONAL de Poesía y Cuento Breve 2014 de la misma editorial.
Esta entrada ha sido publicada en Cuentos y etiquetada como . Guarda el enlace permanente.

2 respuestas a El silencio árido de la Puna

  1. Lucrecia Mirad dijo:

    Buen ritmo, buen texto… exp0losivo final!!!!
    Me gustó mucho!!!!

Deja una respuesta