El lado oscuro

Las manos gotean agua que va surcando en forma minuciosa el volante y, luego, por una pendiente invisible, caen sobre el pantalón. Mientras lo sostenés con una firmeza insegura, uno observa y ve casi con tristeza cómo se va formando una aureola. Y perdés la noción de la velocidad, el control, el panorama, la cama, la tierra y la lluvia. El tacto se desfigura y no podés dilucidar cuánta presión ejercer sobre el acelerador, como así tampoco cesar el llanto inmundo que espasmódicamente ejecutás.

La cabeza no te deja en paz y no hay música que apacigüe la concatenación desquiciada de pensamientos inconexos que, si se juntasen, serían mortales. El techo rechina del calor, el ventilador gira en una absurda monotonía y la ventilación que entra por el auto se asemeja más al sofocante aire que escapaba del horno de la abuela un domingo de otoño cualquiera.

Entonces te encontrás manejando en la ruta 34, pero hace unos segundos todavía estabas llorando estrepitosamente sobre la almohada. Querés gritar y la voz se disuelve antes de salir por la boca. Y ahí pareciese que al libro le arrancaron una hoja. Te tocás la cara y la sentís tersa. Las pestañas no pesan. Algo parece no estar bien. El cuadro está torcido, o es otro cuadro, otro cuarto, otro marco, otra pared.

Pero las gotas siguen cayendo en el pantalón, y ahora notás los ojos más achinados, un poco nublados. Los pómulos tirantes, una patente CBE 724 delante tuyo, pero vuelta a la cama, a la humedad que se generó en toda esa pieza, como si hubiésemos condensado toda la habitación de tanto llorar.

Estoy vivo, ¿Estoy vivo?, ¿Realmente estoy vivo? ¿Dónde estoy objetivamente? Estás en la cama. Ahora notás como el peso del cuerpo hunde al insoportable colchón y te retorcés como un toallón mojado a punto de escurrirse, en un campamento. El método es sencillo; se necesitan dos voluntarios, cada uno toma de un extremo y lo va girando en forma opuesta al otro, y con cada giro va rasgando un poco más, siempre un poco más. El toallón, las manos, y el cuerpo, y el alma.

Llega un punto que está demasiado tirante como para seguir y a veces uno de los dos le da una media vuelta más, las gotitas siguen cayendo y de vez en cuando hay sonrisa enmascarada con dolor.

Hay un instante en el cual las manos no pueden sostener tanta fricción y es cuando ya se ha girado hasta el extremo. Si se pudiese rotar un centímetro más, se partiría el toallón. Y ahí estás a 120km/h, pasaste San Genaro y sentís que te estrujan, que hay dos tipos tirando, uno de cada lado. Pero en tu cabeza, en tus pensamientos, en la forma de agarrar el cigarrillo y en como se desdibuja velozmente el humo que exhalamos. Te preguntas cómo carajo llegaste hasta acá. Te sudan las piernas y los zapatos te hierven los pies a fuego lento, llagas ocultas. Es un jueves del montón y el sol te parte la jeta y la claraboya asoma algunos haces de luz.

Seguís a 120, firme y estático como una estatua viviente. La ruta está poblada de camiones y el paisaje no devuelve olores o distracciones mayores a una arboleda cada tanto. El asfalto a medio pintar y las líneas blancas intermitentes trazan una división incierta de la ruta, que van pasando a la velocidad de la vida. Sentís como si alguien te manejara desde la banquina, pero no lo ves, no hay nadie y buscás quién sabe qué. Y la sábana se te pega al cuerpo y simula acariciarte pero te asfixia y la butaca te envuelve y el tufo sube del asfalto y sube desde el cuerpo.

El techo sobre la cama con sus manchas de humedad, sus grietas que jamás serán borradas, líneas que nosotros hemos descubierto en tiempos desfigurados. Nuestros ojos parecen como mirar desde abajo del agua. Conmueve más que un atardecer te decís, pero no te lo creés. Intentás sentarte, con una parsimonia eterna. A duras penas lo vas logrando, con el estómago destruido por enroscarte, porque podés estar sin comer y no sentirías ni molestias en comparación. Eso ya lo sabés también. Y la mente no para de escupir latigazos. Finas y gruesas líneas negras en un lienzo blanco y cada una de ella es un tormento. No se puede parar, aunque quisieras no podrías.

Recordás que deberías haber tomado la 66, pero ya te pasaste y estás bordeando Cañada Rosquín, los carteles le avisan a tus ojos, pero tu cabeza sigue en otra parte. Frenás un poco porque hay varios camiones y esperar se vuelve la opción más ineludible pero no la única, porque sentís que ya no querés esperar más, sentís que venís esperando una eternidad en el limbo. Entonces bajás a tercera, tirás un rebaje y pasás tres camiones como si de golpe fueses un conductor experimentado. Pero no ves la curva, tampoco la doble línea amarilla ni el semáforo. Y el techo parece que se te va a caer encima de tanto mirarlo. Te levantás y lográs apoyar los dos pies en el suelo. Están tan fríos que no hay diferencia con el mosaico. Se funden los pies en el suelo y se duda al pisar, y se desconfía del piso, y ya nada es certero.

Deambulás por la casa, comenzás a buscar algo y entretanto manoteás una botella de agua. Tomás un poco y se te chorrea por el cuerpo, de atolondrado. Va pasando súbitamente por debajo del mentón al igual que el agua que ingeriste, ambos van paralelos y sentís un escalofrío, y te encontrás que a la vuelta de la curva viene una pared brillante a todo lo que da y te tiemblan las patas macho, te tiemblan porque el pie derecho está tenso y no da más, y ponés cuarta, bajan las revoluciones y el auto se achancha un poco, pero ganás velocidad. Ahora ya no parece imposible, pero sentís una tristeza enorme sobre los hombros, la sentís ajena y no entendes a qué se debe, o no querés. Y uno parado ahí, estático, ya sin hambre y con la respiración agitada, y el camión que se viene encima, y estás a punto de hacerte mierda, o volantear y que las estadísticas se encarguen, jugártela e intentar pasar al último. Ya no se puede frenar.

Dejás el agua en la heladera, caminas hacia el baño y te observás extraño. No en la piel o los ojos; extraño a vos mismo, extraño a lo que te rodea, a la piel detrás de la piel. Y desconfiás de la existencia de los objetos que te acosan, y ya nada es nada y todo a la vez parece tan claro pero a la vez lejano. Todo se vuelve tan etéreo… Y sin saber porqué, fuiste al baño, ganas no tenías.

Entonces lo ves de frente y lo encarás, como un reo que se sabe condenado de antemano a la espera de un puto veredicto que selle su suerte. Sin embargo, mirás el espejo retrovisor y en un perfecto sinsentido te estás viendo en el baño, corroído por tu cabeza y el camión se hace absoluto. Le guiñas un ojo y reís un poco.

 

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